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· ¿Crisis de valores?

© 2011 Josep Marc Laporta
Es la pregunta más recurrente ante los vertiginosos cambios de la postmodernidad: ¿hay crisis de valores? Afirmar que el mundo actual está sumido en una seria crisis de valores sería como aseverar que las columnas que lo sostienen no son valores, son otra cosa. Pero los valores no entran en crisis; en cualquier caso los valores se transforman, evolucionan, se reemplazan.
Un valor, por definición, es aquella propiedad —cualidad, significación, importancia o validez— que tienen las cosas para satisfacer las necesidades humanas o proporcionarnos placer y bienestar. El valor, en sí mismo, tiene validez, vigencia o importancia mientras exista alguna propiedad que satisfaga mis necesidades o me proporcione bienestar, placer o complacencia. Y si, al contrario, existe algo que no satisface ninguna de mis necesidades o no me aporta bienestar —ya sea existencial o temporal— por mucho que anteriormente haya sido apreciada, para mí no tendrá ningún valor. De esta manera podemos entender que hablar de crisis de valores puede ser algo muy subjetivo. Es más acertado y ajustado a la realidad pensar en transformación, evolución o reemplazo de valores.
En un momento dado hay cosas que una mayoría de personas empiezan a creer que ya no son tan valiosas ni importantes, que no merecen la pena, que no justifican el esfuerzo de mantenerlas o alcanzarlas, por lo que se asumen otras que sustituyen a las anteriores. Esas preferencias se pueden llegar a clasificar, aunque solo sea temporalmente. Es lo que tradicionalmente se denomina escala de valores o jerarquía axiológica. El ascenso o descenso en la clasificación no puede denominarse crisis de valores, porque tan solo es la variación o mutación de elementos y componentes, nos gusten más o menos.
No obstante, tendemos a confundir valores con moralidad. Los valores son elementos que conforman unas costumbres o realidades sociales, en diferentes estadios de conciencia social, proyectándose en una aleatoria clasificación; mientras que la moralidad o moralidades son reglas —culturales, religiosas o cívicas— por las que se rige la conciencia del ser humano.
El gran cambio de los últimos decenios es que los valores —para bien y para mal— se han secularizado y democratizado. En otras palabras, se han despojado del corsé de la tradición y la religión, para abrazar la libertad de lo democrático o la capacidad de elegir. Al mismo tiempo, y fruto del encontronazo entre ambos activos, los valores se han secularizado, pareciéndose más al laicismo que al espiritualismo o, en su defecto, a un espiritualismo laicista o a un laicismo espiritualista. Consecuencia de todo ello es que determinados valores antiguos han perdido la condición de absolutos, convirtiéndose en parte de un credo, doctrina religiosa o afiliación dogmática. Al quedar relegados a la parte, no al todo, han adquirido una concepción más constitucional, donde todas las moralidades tendrán cabida siempre y cuando respeten las reglas del Estado de derecho.
Cada momento histórico pide sus valores. Los valores de antaño, sujetos al costumbrismo, tradición y religión, ya no son los de hoy, sujetos a la libertad de pensamiento. Algunos de aquellos, como el respeto social a maestros, profesores y tutores, la consideración y veneración del adulto y el anciano, la religión o religiosidad como fuente de toda moral y ética, la fidelidad formal, la lealtad a una tradición, la familia nuclear o la disciplina, obediencia, acatamiento y sumisión, ya no son tan vigentes. En su lugar, hoy contamos con la creatividad, la flexibilidad, la curiosidad, la afirmación de la personalidad, la pérdida del miedo, la capacidad de relación con desconocidos, la sensualidad, la tolerancia, la solidaridad globalizada, el experiencialismo, el individualismo, el escepticismo, el hedonismo y la democracia.
Son valores muy distintos a los anteriores, en algunos casos casi opuestos, aunque con lazos relacionales que, paradójicamente, incluso podrían ser análogos. Los valores de hoy están presentes en la sociedad, especialmente en la gente joven, en las redes sociales, en Internet, en los centros académicos, en la prensa, en la televisión o en la literatura. Se pueden observar en las conversaciones, en los protocolos de relación social, en la premura empática, en las referencias culturales, en la reducción del lenguaje, en los contenidos discursivos o en las proclamas políticas.
Nunca antes la solidaridad alcanzó cotas tan altas como las actuales, globalizándose sintomáticamente. Si anteriormente la solidaridad se caracterizó por una concepción redentorista, hoy es más tolerante con lo desemejante, lo que la hace más sociable, aunque siga siendo moneda de cambio. Aquella actitud exonerista que pretendía cristianizar mientras auxiliaba, a día de hoy se ha convertido en conciencias agitadas, muchas veces estrategia de imagen pública y notoriedad social. El fondo de una y otra no quedan tan lejanas: redimir o redimirse.
Por su parte, el individualismo de nuestro siglo contrasta con el tejido social de la familia nuclear. En síntesis, ser individualista es ser más universal; posición antitética a la tradicional célula familiar, estrictamente centrípeta. La libertad de movimientos que permite la autonomía individual facilita una mayor conexión y articulación a distintos niveles relacionales y en diferentes estratos sociales.
La flexibilidad es otro de los valores que preside nuestro tiempo. Junto a la pérdida del miedo, la capacidad de relación con desconocidos, el experiencialismo y la tolerancia, la flexibilidad permite disponer de múltiples canales de comunicación, proporcionando una nueva riqueza personal. Ser flexible es requisito e ineludible capacitación para los grandes retos de superación que la nueva sociedad global impone. Asimismo, flexibilidad también implica o invita a tolerancia, una actitud en cierta manera bastante laxa y superficialmente benevolente que contrasta con la rigidez y tiesura de los patrones patriarcales.
El experiencialismo ha desplazado al dogmatismo de la tradición como fuente de veracidad. Experimentar para conocer ha resultado ser imprescindible para vencer otra de las lacras del postmodernismo: el escepticismo. Son vasos comunicantes. Es por la fortaleza del escepticismo que la religiosidad actual se arropa más en lo que se siente que en lo que se cree, promocionando una cierta afirmación de la personalidad, el gran descubrimiento de la psicología en el siglo XX.
Para enfrentarse a una sociedad tan competitiva, el postmoderno y globalizado ser humano necesita nutrirse de autoconocimiento. Sin afirmación de la personalidad parece imposible la superación, constante y obligada. Librerías y bibliotecas de todo el mundo están repletas de libros, volúmenes y manuales que tratan sobre cómo conocerse y de qué manera superar aspectos oscuros de la personalidad. El autoconocimiento es la espiritualidad del hombre postmoderno, a diferencia de antaño, donde la religión fue fuente o canal preferente de comprensión humana.
La curiosidad y la sensualidad también son valores de crecimiento personal. El conocimiento a partir del interés perceptivo proporciona una nueva dimensión para la comprensión dinámica. Mientras que la curiosidad viaja atrevidamente hacia el mundo exterior, la sensualidad se adentra en los límites sugerentes de la piel. Lo que para nuestros antepasados era procreación, ahora es recreación; lo que antes era placer conducente, ahora es insinuación hedonista.
La búsqueda del placer —el hedonismo— es consecuencia directa del crecimiento tecnológico y científico. A mayor conocimiento y mejores condiciones de vida, más posibilidades de goce y disfrute. Su círculo virtuoso ha permeabilizado todas las clases y condiciones sociales. Nunca antes el mercado del hedonismo había tenido tantos comerciantes y tantos clientes. La psicología mercantil es determinante: cualquier actividad comercial es una llamada implícita y absolutista a la búsqueda del placer. No hay producto que no se presente o se ofrezca con una sugerente invitación a la delectación.
Sin embargo, el valor supremo de la postmodernidad es la democracia. Es el sanctum sanctorum de nuestro tiempo. Su irrupción de ámbito universal como fórmula menos mala de gobierno, ha inundado todas las esferas de la sociedad determinando valores y unificando comportamientos. La teórica connotación igualatoria que proclama, permeabiliza conductas y se convierte en ineludible referencia de militancia laicista.
La secularización y democratización de nuestra sociedad ha incorporado valores que le son innatos. Si atendemos a su esencia, podremos convenir que muchos de ellos no podrían convivir con otro modelo. Si cada persona es un voto, es natural que el individuo se postule como centro indivisible de personalidad, conocimiento, sensualidad y hedonismo. Si la divinidad y la religión queda relegada al ámbito de lo más privado, es plausible que el escepticismo florezca y se necesite del experiencialismo para ser y conocer, y, asímismo, que la solidaridad se convierta en un acto sustitutorio del amor evangélico.
Al principio del documento apunté las dos cualidades que sostienen los valores: la necesidad y el bienestar. Si en los últimos decenios ha habido mutación o cambio de valores es porque la sociedad, como conjunto vital, tiene necesidades que las anteriores no pudieron abastecer; y, también, complacencias, bienestares o placeres psicológicos que aquellas no colmaron. En consecuencia, si hemos asistido a un sustancial y radical cambio de valores es, en parte, por la ineficacia de los anteriores para renovarse o adecuarse a los nuevos, veloces y revolucionarios retos sociales, tecnológicos y científicos. No obstante, un cambio de valores no significa implícitamente la desestructuración del tejido social, más bien es una readaptación axiológica, un reajuste de las convenciones sociales que son comunes.
Pero entre los valores que determinan la compleja psicología de nuestro universo social, hay uno que se postula como determinante. Como una premonición, ya a principios del siglo XX el sociólogo y filósofo alemán Max Weber señalaba que el mundo se estaba 'desencantando a pasos agigantados, sumido en el individualismo', que —además de reconocer al otro— apuesta por la tolerancia, la solidaridad, la pluralidad, el hedonismo, la privacidad y la autonomía personal. El contrasentido está servido: el valor de la individualidad nos hace más capaces, pero también más vulnerables. Éste es el desencanto que nos preside.

© 2011 Josep Marc Laporta


3 comentarios:

  1. Manu S.07:07

    A añadir que hay una cara oculta de una solidaridad que busca calmar la mala conciencia del occidental privilegiado, que especula con la piedad para obtener subvenciones, que utiliza la filantropía para hacer carrera política, que convierte la fraternidad en una profesión a falta de otra mejor. Tristemente, como dice usted, este es el desencanto que nos preside. Gran artículo!

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  2. M.S.04:04

    Siempre me ha llamado la atención lo que todo el mundo dice crisis de valores. ...que si estamos en crisis de valores que los anteriores eran valores de verdad, etcétera. Veo que usted ataja el tema con determinación y claridad. No podria estar mas de acuerdo con lo que expone. Abre unos caminos que no resuelve pero que deja en suspense para que el lector indague desde esas directrices. Muchisimas gracias
    No se si se acordará de mi, platiqué con usted hace uunos dos años en Los Angeles cuando iba de camino al sur. Si se acuerda fue en la UABC (LA), despues de un día de ponencias en la sala circular de la UABC. Soy también egresada en psicologia social por la misma university y me interesó mucho lo que usted impartió.
    Si me lo permite me gustaria mantener contacto con usted via mail..... miriamsolis212@hotmail.com

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  3. ROIM20:06

    la verdad es que es muy completillo. podrían añadirse otros valores en la postmodernidad? al final añade alguno mas pero no se si lo considera valores o no. De todas maneras me parece completo los que ha puesto.

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