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· Mone

© 2013 Josep Marc Laporta

«Bienvenido al país que no tiene bandera ni sale en los mapas.
Para vivir aquí sólo tienes que haberlo perdido todo».

La entrada a un campo de refugiados es una experiencia desoladora. Tan desoladora como los silenciosos rostros, distantes y ausentes, que miran hacia algún infinito mientras caminan sin rumbo por sus polvorientas avenidas de polvo. No hay calles, ni cloacas, ni desagües.
No hay agua, ni luz, ni esperanzas. Solo lonas blancas esparcidas hacia todos los horizontes. La aglomeración de personas en un extenso y amplio territorio permite ver las multitudes de manera muy aislada, como si no existieran. Son gentes que deambulan bajo la sequedad de la planicie con los rostros demacrados por la dureza de su condición humana. Parecen frágiles, extremadamente frágiles, pero en realidad tienen una extraordinaria resistencia, una lucha por la supervivencia y la voluntad de vivir al límite.
En la mano llevo una botella de plástico llena de agua que he recogido en un aljibe transportable.[1] Un niño de ojos cristalinos la mira y me mira. Suficiente expresión como para hacer un gesto consecuente. La toma con sus manitas negras y sucias, bebiendo lo suficiente para no agotarla y así pasarla a otro niño, tal vez su hermano o un amigo. Este ingiere el preciado líquido y pasa el envase a otro sediento más adulto. Bebe y se repite la acción dos veces más. La botella me es devuelta casi vacía; lo suficiente como para poder dar un breve sorbo. Me sorprende la atención que ponen en economizar los recursos.
Este decoroso comportamiento es un acto de supervivencia entre la desnutrición y la deshidratación. Muchos llegan al campo de refugiados exhaustos y debilitados después de un peligroso viaje entre la sequía, el hambre y la guerra. Cientos de personas mueren por el camino o al llegar al campamento. Es por ello que entre el hambre y la sed, prefieren un poco de agua. Saben que sin agua sus paladares se secarán y nunca más podrán tomar alimento.
La cola para llenar el plato del día es larga. Muchísimo más larga que la cola del paro en España. Pero esta cola es casi eterna. Parece no tener fin. Llega hasta un lejano horizonte, salpicado de ramas y andrajosas lonas blancas plantadas en tierra ardiente. Y así cada día. La dilatada espera no prescribe el hambre que les amenaza. El riguroso orden con que persisten diariamente para saciar un pedazo de sus estómagos es el mismo orden que impera en el campo: un cívico acto de confianza en el futuro.
Al llegar, los desplazados tienen que pasar por el reconocimiento de una identidad que a los ojos del mundo no existe. Sin prácticamente ninguna documentación que les acredite, la primera cola la hacen en los centros de recepción para valorar su estado de salud, vacunarse, tomar huellas dactilares y otorgarles una primera ración recuperadora de 21 días de alimentos. Posteriormente se les dará una cita para ser reconocidos como súbditos del país que no tiene bandera ni sale en los mapas. Serán refugiados o, en un lenguaje menos agravioso, desplazados.
Hablar con ellos es una experiencia humillante. Conocer de cerca las decisiones que tuvieron que tomar para salir de su país, de sus casas, de sus recuerdos y de sus vidas es sentir vergüenza de mi propia dignidad. En occidente, sentir vergüenza ajena es experimentar incomodidad por alguna acción o actitud de otra persona. En este rincón del mundo, la sola presencia del otro es suficiente provocación para el bochorno propio. Sonrojado hasta una vergüenza humillante, entiendo en primera persona que la realidad de los desplazados es la experiencia más cruda de la condición humana. Nos atañe hasta los tuétanos por nuestra incapacidad de resolver el hálito más rudimentario de la vida.

Montserrat Serra y Blanca Thiebaut, dos cooperantes de Médicos sin Fronteras, fueron secuestradas por un grupo de radicales musulmanes el 13 de octubre del 2011 cuando trabajaban construyendo un hospital[2] en el campo de refugiados de Dadaab, en el noreste de Kenia, a cien kilómetros de la frontera con Somalia. Tras más de seiscientos días privadas de libertad, el 18 de julio de 2013 fueron liberadas.[3] Mone y Blanca fueron víctimas de la violencia de un grupo armado mientras viajaban en un jeep, conducido por un empleado keniano que fue herido de bala. Las dos cooperantes vieron sesgada su misión mientras eran parte del equipo de construcción de un hospital en Ifo, Dadaab.[4]
Conocí a Mone cuando coincidimos en un post grado de cooperación internacional. Educadora y profesora de secundaria en su tierra natal, antes de llegar a Kenia ya había realizado trabajo de campo en Haití y Yemen. Pero nada es fácil cuando las incomprensibles urgencias de otros superan cualquier razonamiento. Sin pretenderlo y sin red de seguridad, Mone y Blanca han experimentado en sus cuerpos y almas el grave riesgo que supone vivir cerca de peligros no calculados. Y tras 21 meses de trágico, alienante y durísimo cautiverio, han recuperado algo de lo que estaban empezando a perder definitivamente. Poco a poco recobrarán el pulso de vida; ese que a veces se escapa de entre las manos de los que siembran la tierra de los desheredados.

Perder. Los desplazados siguen en los campos, con sus casas hechas de plástico o cualquier otro material útil para soportar los 50 grados de la planicie de Ifo. Lo han dejado todo atrás y solo cargan con sus cuerpos, esperando la divina gracia de los que arriesgan incluso sus vidas para inmiscuirse en el sufrimiento de los que lo perdieron todo. Y si ellos lo perdieron todo, ¿por qué no deberíamos nosotros estar dispuestos y disponibles a perder alguna cosa también?




[1] 2009. Saharawi, Tinduf, Argelia.
[2] El 35% de la sanidad del continente negro la atienden misiones religiosas, mientras que el 27% la cubren organizaciones humanitarias. Es decir, el 62% de la sanidad africana está en manos exteriores y el 38% la atienden los propios estados.
[3] Montserrat Serra y Blanca Thiebaut han sufrido el secuestro más largo de unos cooperantes españoles.
[4] El campamento de Dadaab es el mayor del mundo, atendiendo a casi medio millón de desplazados por el conflicto y la hambruna de su vecina Somalia. Dividido en diferentes sectores, los habitantes de ese campo de refugiados solo han tenido que perderlo todo para convertirse en ciudadanos de una inmensidad de territorio seco y austero.

© 2013 Josep Marc Laporta  

Documento en PDF:  http://www.josepmarclaporta.com/llumdenit/Mone.pdf.

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3 comentarios:

  1. SOLE01:00

    Como diria un locutor de television... espeluznante!!! Que mundo tan injusto hemos creado y que mal lo llevamos todos. Confio en un futuro mejor. Dios lo quiera.

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  2. Isabelita05:54

    Un homenaje a Acnur y a todos los que se implican en los campos de refugiados. Ánimo a Montserrat y Blanca. Todos deseamos que se recuperen bien de los traumas sicológicos que han tenido que sufrir. estamos con vosotras!

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  3. Marta01:30

    Gracias por dejarme sus reflexiones en el corazon. Las llevo con ese dolor que expresa. Gracias

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