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· El nacionalismo de Jesús


© 2012 Josep Marc Laporta (Conf. Instituto de América-Santa Fe, febrero, 2010)

   Identificar a Jesús, socialmente o políticamente, como nacionalista es inmiscuirse en un terreno resbaladizo y muy delicado. Las apreciaciones que se puedan hacer respecto al Maestro de Nazaret implican una responsabilidad intelectual que va más allá de las adhesiones religiosas al uso, ya que su trascendente figura debe observarse armónicamente en relación a su vida, obra y alcance eterno. Es por ello que una aseveración de este tipo merece un acercamiento prudente y cauto, y, al mismo tiempo, un correcto planteamiento intelectual entre lo sociológico, lo histórico y lo teológico.
Es evidente que considerar a Jesús como nacionalista judío o, en este caso, hablar del ‘nacionalismo de Jesús’ puede provocar una seria controversia, no solo por el simple planteamiento sino por las derivadas interpretativas que se puedan producir. Por connotaciones históricas recientes, la palabra ‘nacionalista’ contiene una serie de implicaciones despectivas o despreciativas que condicionan una adecuada perspectiva de la palabra y su significado. Ciertos acontecimientos de corte nacionalista radical, excluyente y xenófobo en distintos estados europeos, como en España con la dictadura franquista, en Alemania con el alzamiento de Adolph Hitler o en distintas regiones balcánicas con sus trágicas guerras étnicas, ha usurpado al nombre –con el que se identifica la defensa de una identidad histórica y cultural– su significado original más positivo y constructivo.

El nacionalismo puede entenderse como un concepto de identidad experimentado colectivamente por miembros de un gobierno, una nación, una sociedad o un territorio en particular. En su esencia, la contemporánea concepción nacionalista deriva su desarrollo de la teoría romántica de la ‘identidad cultural’ y, también, del argumento de que la legitimidad política deriva del consenso de la población de una región o territorio.[1] Este concepto de identidad es propio en la inmensa totalidad de las naciones del planeta. Por razones culturales, lingüísticas o de cohesión social, la inmensa mayoría de los ciudadanos de un territorio tienen una cierta, uniformada e innata percepción nacionalista de su tierra, que no es más que la defensa positiva de una identidad cultural, lingüística, histórica, social y administrativa que los hace mejor interrelacionados entre sí y más cohesionados socialmente.
Pero pese a que en muchos casos, para despojarse de cualquier adjetivo despectivo, muchas identidades nacionalistas a día de hoy pretendan autodenominarse ‘patrióticas’, en sí no son más que la defensa de su propia realidad nacional y, en el caso de quienes disponen de estado para defender su propia nación, el trasvase etimológico a ‘patriota’ –en lugar de ‘nacionalista’–, es el implícito y satisfactorio reconocimiento de que su nación es también un estado.[2] No obstante, aquella colectividad o pueblo que, por cohesión cultural, idiomática e histórica, socialmente se considera una nación pero que por razones políticas se le ha privado de los beneficios de un estado y de estructuras administrativas propias, se desarrollará en ella una latente tensión identitaria de carácter socioconvivencial. Por consiguiente, cuando el sentimiento y conciencia de pertenencia a un colectivo o pueblo no coincide estructuralmente con la administración política que lo pueda representar, es más probable que se cree una disfunción social, inestable en su cohesión.[3] Este fue el caso de Judea en el siglo I: una nación sin estado, con su territorio ocupado por los romanos.

Jesús tuvo comportamientos sociales que le implicaron con su pueblo y, consecuentemente, con la nación a la que pertenecía. Y aunque Judea era un territorio nacional ocupado por el Imperio Romano y Jesús no tomó parte activa en movimientos sociales y políticos, sí que defendió un modelo social de lo político y se pronunció con determinación cuando le reclamaron su parecer y posicionamiento.
Enraizado en su propia cultura y pueblo, el Nuevo Testamento sugiere que Jesús era, por lo general, un judío cumplidor de la Ley, defensor de los valores éticos hebreos (Mateo 7:12). No en vano aseguró a sus discípulos que no había “venido para derogar la Ley (la Torá) o los profetas, sino para cumplirla” (Mateo 5:17). Su obra redentora se inicia asintiendo y admitiendo plenamente sus orígenes e implicándose con las características sociológicas de su pueblo. Como punto importante en el análisis sociocultural del pueblo hebreo, es necesario tener en cuenta la notable distancia ética, cultural, lingüística y social que existía entre los judíos y las civilizaciones circundantes. Los principios éticos y religiosos que formaban de manera granítica su identidad cultural tenían pocas semblanzas con las culturas contiguas. Por tanto, Jesús conoce, vive y participa de una peculiaridad cultural, social y religiosa de férrea defensa de los valores nacionales.
Hasta tal punto se siente parte de su nación y defiende su destino participativo universal, que afirma que “mientras existan el cielo y la tierra, la ley no perderá ni un punto ni una coma de su valor, hasta que todo se cumpla cabalmente” (Mateo 5:18). Jesús vincula los valores éticos y sociales de su pueblo con su misión redentora. Teológicamente, esta aseveración es el cumplimiento de los tiempos a través del pueblo escogido por Dios (Génesis 22:18); no obstante, sociológicamente es una rotunda identificación nacional: la inicial preeminencia de un patrón cultural y religioso con el destino universal de su obra redentora.

La afirmación de Jesús ante la mujer samaritana, notificándole que la “salvación viene de los judíos” (Juan 4:22), reafirma el postulado veterotestamentario de pueblo escogido por Dios (Génesis 12:1-3), pero también define muy bien la contraposición identitaria de Jesús frente a la mujer samaritana. En el pozo de Jacob se confrontan dos culturas y dos identidades que parecen irreconciliables. En la disputa sobre los lugares de adoración, el Salvador define al pueblo judío como el único consignatario de la promesa divina y de la gracia salvadora que acontecerá en el Gólgota. Jesús cumple las Escrituras, opta por el acercamiento ilustrado y manifiesta su posición privilegiada de Hijo de Dios; pero asume integralmente que la nacionalidad judía es la única depositaria dinástica de la gracia divina y su proyecto universal, desde donde se extenderá la buena nueva de salvación a todas las culturas de la tierra. La promesa dada por Dios a Abraham “en ti serán bendecidas todas las razas de la tierra” (Génesis 12:3), adquiere una relevancia eterna con la oferta de salvación “que viene de los judíos”.

En tiempos de Jesús, ser judío significaba no solamente pertenecer a una religión, sino también ser miembro de una tribu extendida o de un grupo étnico, parte de la nación, aunque bajo el dominio extranjero en esos momentos. El sentido nacionalista era muy consistente, hasta el punto que aquellos que no eran miembros de algunas de las tribus israelitas se les denominaba gentiles. No obstante, a algunos pocos gentiles que habían adoptado la religión judía se les conocía como prosélitos. El concepto de tribu en Judea tenía un alto significado nacionalista, de protección de la identidad, costumbres, constitución, religión y leyes. Es por eso que Jesús nació en el seno de una tribu y Mateo inaugura su evangelio con una detallada descripción genealógica, especificando que Jesús era hijo de David.
La importancia nacional e identitaria tuvo una gran discusión en la posterior y primitiva iglesia cristiana. Al principio, todos los seguidores de Jesús fueron judíos; poco después de su muerte se les unieron algunos gentiles, pero por algún tiempo sus seguidores eran vistos simplemente como otra secta dentro del judaísmo. Pero tal fue la discusión identitaria, que por casi dos décadas se estuvo debatiendo si una persona debía convertirse al judaísmo antes de poder ser aceptada como seguidora de Jesús. Una de las razones de la convocación del Concilio de Jerusalén, unos quince años después de la muerte de Jesús, fue precisamente para debatir esta cuestión. El apóstol Pablo manifiesta esta realidad nacional y, al mismo tiempo, transcultural de la salvación: “No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1:16).[4]

En cuanto a la misión universal de Jesús y su vinculación nacional, hay pasajes bíblicos que parecen mostrar una reticente conducta. En la región de Tiro y Sidón, la actitud de Jesús con la mujer cananea podría ser calificada de nacionalismo reduccionista y excluyente (Mateo 15:21-28).[5] La mujer comenzó a gritar: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija está poseída por un demonio que la atormenta terriblemente”. Los discípulos le rogaron que la atendiera y la despidiera, a lo que Jesús contestó: “Dios me ha enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel”. Pero ante una nueva súplica de la mujer, Jesús no solo no la atendió sino que respondió: “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perros”. La mujer le inquirió: “Es cierto, Señor, pero también los cachorrillos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Fue entonces cuando el Maestro le respondió: “¡Grande es tu fe, mujer! ¡Que se haga lo que deseas!”.
En su itinerario misionero, Jesús dejó la región de Galilea y se introdujo en ciudades de origen griego, cuyos habitantes eran tratados por los judíos como paganos y gentiles. Tiro y Sidón son dos ciudades que se encuentran en Fenicia, aunque habitadas mayoritariamente por cananeos. En este contexto se sitúa el relato bíblico con la mujer cananea. Jesús muestra su cara nacionalista más radical al asegurar que ha sido enviado a las “ovejas perdidas del pueblo de Israel”,[6] excluyendo a los cananeos. La incursión en un territorio fenicio de origen griego, habitado mayoritariamente por cananeos y, también, por judíos exiliados o colonos, muestra la intención de Jesús de recuperar a las ovejas perdidas de Israel de esos territorios. Este sería su llamado al viajar hacia las ciudades costeras de Fenicia, lo que, en principio, dejaría fuera a los cananeos. Sin embargo, la insistencia de la mujer, que llama al Maestro por su nombre dinástico: “Señor, Hijo de David”, indica un buen conocimiento de quien era Jesús y de su currículum sanador. En primera instancia, la actitud de Jesús se muestra férrea e implacable respecto al llamado divino al que ha sido encomendado. Pero en segunda opción, su benevolencia sanadora se activa en y por la medida de la fe de la mujer cananea. La alusión a la mujer y no a la hija –“que se haga lo que deseas”–, muestra la importancia y trascendencia de la fe de todo aquél que dice creer en Él.

El relato recogido por Lucas y Mateo (7:1-9; 8:5-12) del centurión romano que al entrar Jesús en Capernaum envió unos ancianos de los judíos rogándole que fuera a su casa y sanara a su siervo, es una evidencia del propósito supranacional de Jesús. Ante un oficial superior de las legiones romanas, Jesús atiende la necesidad. El centurión suplicó: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente dí la palabra, y mi criado sanará. Porque también yo soy hombre bajo autoridad, y tengo bajo mis órdenes soldados; y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace.” (Mateo 8:8-9). Los evangelios exponen que Jesús se maravilló y declaró: “De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 8:10-12).
La alusión al oriente y al occidente sitúa la salvación en todos los confines de la tierra. Para Jesús –ciudadano judío, de linaje real hebreo y de conciencia nacional y religiosa–, el ministerio salvador que comprende y emprende es el de la absoluta liberación universal de las estructuras del pecado. Aunque quien se le acerque sea un centurión romano –en este caso colaboracionista con el judaísmo–, su fe será la prueba única y suficiente de que la salvación no solamente será un patrimonio del pueblo hebreo sino de la humanidad, porque de "ambos pueblos hizo uno" (Efesios 2:12-16; 1ª Pedro 2:9-10). El valor que Jesús señala como determinante es la fe, sea de quien sea, se dé en el pueblo o nación que se dé y se origine en las condiciones personales que se origine.

La vinculación de la misión divina con la nación de Israel nos presenta a Jesús como un nacionalista de fuertes raíces históricas; lo denominamos ‘nacionalista de referencia’. Este es un hecho constatable que sitúa al Maestro altamente vinculado a su pueblo y cultura. Pero como comprobaremos más adelante, su actitud también es un sabio comportamiento pedagógico hacia un pueblo terco y obstinado, que permanece en un nacionalismo absolutamente radical y excluyente. Desde esta perspectiva del contraste, podemos observar la dimensión humana, social y política de Jesús.

La definición política y, por ende, religiosa del ministerio de Jesús queda constatada con una traicionera pregunta de los fariseos y herodianos. Aparte de la cuestión en sí, la presencia de herodianos, –grupo político afín a Herodes–[7] revela las luchas de poder y las inquietudes por conocer de cerca al supuesto Mesías y ponerlo contra la espada y la pared con interrogaciones maliciosas. El texto bíblico revela que los fariseos fueron a buscar a los herodianos para ejercer una presión política y de derecho jurídico romano sobre Jesús, planteando incómodas preguntas que pudieran dar lugar a equívocos legales para un posterior encarcelamiento. “Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres. Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito dar tributo a César, o no?” (Mateo 22:15-22). El Maestro, conociendo la malicia de sus corazones, califica y señala a sus interlocutores como hipócritas y tentadores.
Si Jesús responde que no se debe pagar tributo al Cesar, sería reo de rebelión y podría ser tomado preso por los herodianos o los romanos. Si afirma que se debe pagar el tributo se haría colaboracionista, y aceptaría el yugo gentil sobre el pueblo elegido, algo intolerable para muchos. El tema planteado va más allá de lo exclusivamente espiritual, es un asunto que une lo espiritual y lo político de manera peligrosa. Pero Jesús no rehúye el reto y pide una moneda del tributo. El denario que le entregaron fue suficiente para desbaratar los argumentos maliciosos de sus interlocutores: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?”. La respuesta era evidente: “Del César”. La sencilla y sagaz conclusión del Maestro no da lugar equívocos: “Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
En este suceso dialéctico, Jesús se vio envuelto de argumentaciones y especulaciones de apariencia religiosa, pero con un fondo estrictamente sociopolítico. Frente a la directa amenaza, el Maestro debía manifestarse desde el respeto a su nacionalidad judía, desde la tradición legislativa y religiosa de la que Él día a día daba cumplimiento y desde la realidad política y social de la ocupación romana. Sin embargo, a pesar de distintas apreciaciones teológicas que determinan exclusivamente que Jesús, con su respuesta, separó y delimitó intersecciones entre lo secular y lo religioso, el contexto histórico, numismático y social nos muestra otra realidad: Jesús optó por resolver el asunto con referencias a lo espiritual, a lo ético y, también, a lo sociopolítico.
En la moneda aparecía la imagen del emperador Tiberio (42 a.C.–37 d.C.) y en su entorno la inscripción: ‘Tiberio emperador, hijo del divino Augusto, digno de adoración’. La pregunta de Jesús no fue baladí: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?” (Mateo 22:20). La alusión a la imagen y, especialmente, a la leyenda que enmarcaba el rostro del poderoso Cesar, no dejaba lugar a dudas: era una invitación a posicionarse tanto en un sentido espiritual como en un implícito sentido patriótico. Si el César era divino y digno de adoración, debían actuar en correspondencia (“dad al César lo que es del César). Si Dios, manifestado en carne –frente a ellos– era digno de recibir adoración, debían proceder en consecuencia (“dad a Dios lo que es de Dios”). El texto bíblico relata que “oyendo esto, se maravillaron, y dejándole, se fueron”. La triple alusión –espiritual, ética y política– noqueó las pretensiones de fariseos y herodianos que deseaban una pronunciación únicamente política para poder apresarlo.
Jesús es parte y convive integralmente con la esencia e identidad nacional de su pueblo y, también, con la compleja realidad invasora del Imperio romano. Desde su posición de enviado de Dios en medio de una cultura y una sociedad concreta, asume su condición nacional y se identifica plenamente con la realidad sociopolítica y con el llamado divino que ha sido encomendado, en condición de nación escogida por Dios. El nacionalismo de Jesús es referencial, pero también es identitario; es originario, pero también es parte del cumplimiento de los tiempos desde una identidad religiosa, cultural y social, que se dirige hacia otros pueblos, hasta “lo último de la tierra” (Hechos 1:8).

Un aspecto importante de consideración en el presente estudio es cómo veían e identificarían los judíos la aparición del Mesías esperado. En los primeros siglos, la palabra ‘Mesías’ tenía un significado puramente de líder militar, excluyendo cualquier apreciación espiritual. Ese Mesías esperado liberaría con su liderazgo político-militar a los judíos del dominio romano, traería a los exiliados de todos los rincones de la tierra y anunciaría la llegada de una nueva era de paz universal. Un siglo más tarde de la muerte de Jesús, muchos judíos aceptaron a un general militar como el Mesías. Conocida como la segunda guerra judeo-romana, la llamada rebelión del ‘Mesías’ Bar Cojba fue un intento de liberación del territorio de Israel de la invasión y opresión romana. De esta manera podemos entender que Jesús fuera identificado erróneamente como el Mesías, con un mensaje de orientación nacionalista y liberador, con sendas y esporádicas alusiones a un cierto tipo de violencia. “No creáis que he venido a traer la paz al mundo. ¡No he venido a traer paz, sino guerra!”, dijo en una ocasión, refiriéndose al seguimiento espiritual (Mateo 10:34).
La asociación que sus congéneres hicieron de la palabra ‘Mesías’ con lo militar y lo político fue el caldo de cultivo para que las autoridades romanas ocupadoras consideraran a Jesús como una persona peligrosa y razón suficiente para crucificarlo. Su actitud nacionalista de base, defendiendo una renovación espiritual de la Ley mosaica y el cumplimiento de los tiempos desde las esencias éticas del judaísmo, participó determinantemente en la percepción de sus conciudadanos de que Él podría ser el liberador esperado. No obstante, los gritos del pueblo de ‘¡crucifícale!’ en el juicio ante Pilato muestran que el nacionalismo que observaron en Jesús no fue suficiente para sus intereses de liberación del yugo romano ni su mensaje de transformación integral y espiritual fue bien recibido.
En cuanto al perfil generalmente positivo que se presenta en el Nuevo Testamento de Poncio Pilato, cabe destacar la ferocidad de su gobierno en Judea. Pilato fue un hombre particularmente maléfico. El carácter y la actitud benévola y comprensiva que se nos muestra en los relatos bíblicos nada tienen que ver con su crueldad. Los textos manifiestan una cierta tendencia a desfigurar la realidad poniendo el acento de la decisión de la ejecución de Jesús en el pueblo, con sus gritos de ‘¡crucifícale!’. Pero Poncio Pilato, con su supuesta imparcialidad y teatral benevolencia, aceptó el clamor de los judíos congregados, pese a que él podía haber tomado otra opción. Pilato actuó en medio de la muchedumbre aceptando lo que quería el pueblo y lo que él también deseaba. En realidad el gobernador vio en Jesús a un nacionalista, un alborotador y radical judío que había que ajusticiar, pero en este caso se sirvió de la presión del pueblo que se manifestaba a favor de su crucifixión y por la liberación de Barrabás. Observado desde una óptica política, Poncio Pilato, como responsable último de la decisión, optó por condenar a un pacífico nacionalista –Jesús– y exculpar a otro nacionalista, aunque terrorista y miembro de un grupo subversivo –Barrabás– (Mateo 27:15-26; Marcos 15; Lucas 23:1-24).
El título que encabezaba la cruz con la leyenda ‘Rey de los judíos’ (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum) expresa la relación sociopolítica que Pilato observó en la demanda del pueblo y la admisión de que Jesús podía ser el pretendiente nacionalista del mesianismo judío. La reclamación de rectificación de los principales sacerdotes de los judíos a Pilato para no escribir ‘Rey de los judíos’ sino ‘Soy Rey de los judíos’ (Juan 19:21), explica las diferencias de apreciación sobre la auténtica identidad social, política y espiritual de Jesús. El prefecto romano declinó la sugerencia de los religiosos y mantuvo lo escrito, manifestando su percepción política y afrentando a los judíos.

Es oportuno tener en cuenta que mientras el cristianismo observa a Jesús desde una óptica exclusivamente espiritual y en un contexto de salvación, un análisis sociológico de los acontecimientos históricos muestra el ministerio de Jesús en medio de un escenario claramente político, con marcados acentos nacionalistas y contextos de identificación religioso-patriótica. Pero el contraste entre el nacionalismo religioso, dogmático y excluyente de los fariseos, saduceos y celotes, y el nacionalismo referencial, originario y de consumación profética de Jesús es abismal. El mundo y las naciones son la orientación de su nueva identidad supranacional.
El compendio universal de salvación que formuló el Maestro ante Nicodemo (Juan 3), denota la dinámica disposición de Jesús frente al inmovilismo religioso y político de los fariseos y sus congéneres. “De tal manera amó Dios al mundo” y “para todo aquél que en Él cree” es la evidencia de que pese a que “la salvación viene de los judíos”, la actividad salvadora de la gracia divina no tiene fronteras. El contraste entre el nacionalismo de referencia de Jesús y el nacionalismo absolutista, excluyente y xenófobo de los fariseos es la universalidad de su mensaje.
“No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” oraba el Salvador, suplicando por lo suyos, “para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17). Y aún delante de Pilato, Jesús declaraba su supranacionalidad y reinado universal: “mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí” (Juan 18:36); una afirmación que concuerda con el anuncio de la Gran Comisión: “me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8) y con la enunciación recogida por Lucas en el Aposento Alto: “fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén” (Lucas 24:47).
El recorrido de Jesús hacia la salvación universal se inicia en Jerusalén; prosigue en su nación de origen, Judea; y continúa en territorio de gentiles, Samaria; para alcanzar a todas las naciones: “hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). Si, como apunté anteriormente, el nacionalismo de referencia de Jesús no sucumbe ante una nociva y absolutista identidad, la xenofobia y la exclusión, también es cierto que no podría haber existido salvación si Jesús no hubiese atendido a sus raíces y dado puntual cumplimiento a un Dios encarnado en una tradición religiosa, una nación y una disposición legislativa diferenciada. En el Salvador se observan dos facetas que congenian y se complementan sin entorpecerse: la sujeción sociocultural a una identidad, un pueblo y costumbres comunes, y la universalidad de su ministerio, otorgando a la fe el valor supremo para la adhesión. Un nacionalismo de raíces e identidad, pero integrador y participativo en una nueva ciudadanía celestial (Filipenses 3:20).



[1] El nacionalismo es un movimiento social y político, pero también es una ideología que puede ser excluyente. El concepto de nacionalidad contemporáneo nació en las circunstancias históricas de la Era de las Revoluciones (revolución industrial, revolución burguesa, revolución liberal) desde finales del siglo XVIII. No obstante, pese a su contemporaneidad, el concepto es análogo a todas las épocas de la historia, pues tiene su base en la conciencia de pueblo, con identidad cultural y deseo de que todo ello tenga una correlación político-administrativa.
Como movimiento social y político, el nacionalismo tiene como esencia la corresponsabilidad entre identidad sociocultural y la necesidad de estar representados políticamente y administrativamente dentro de una soberanía nacional.
Como ideología, el nacionalismo pone a una determinada nación como el único y absoluto referente identitario. Este ha sido el caso de las dictaduras de Franco en España (1939-1975) y el nazismo en Alemania (1933-1945).
[2] La suplantación de la palabra ‘nacionalismo’ por ‘patriota’ es una de las perversiones del lenguaje político y social actual. Debido a condenables sucesos y acontecimientos totalitarios y execrables en algunos países, el apodo nacionalista ha sufrido valoraciones despreciativas y despectivas. Es por ello que muchos ciudadanos que se consideran nación y disponen de estado propio (VG.: Francia, Alemania, España…) han optado por utilizar el nombre de ‘patriotas’ en lugar de ‘nacionalistas’ para alejarse del sentido peyorativo de la palabra. Y, al mismo tiempo, estos mismos nacionalistas que se autodenominan ‘patriotas’ llaman despectivamente ‘nacionalistas’ a aquellos que defienden su nación o nacionalidad que aún no disponen de estado propio o estructura administrativa coherente con su particularidad social y cultural (este es el caso de Cataluña, País Vasco, Flandes, etc.). Pese a la manifiesta perversión del lenguaje, ambos son nacionalistas y también patriotas, porque defienden la identidad de su nación; la diferencia estriba en que unos disponen de un estado que ampara y protege su plenitud e identidad nacional y los otros no.
[3] Este es el caso de algunas nacionalidades europeas, con identidades, culturales, idiomáticas y sociales específicas que, a pesar de serles reconocidas gran parte de su naturaleza y peculiaridad, forman parte de un estado que en realidad no les representa satisfactoriamente (VG.: País Vasco, Catalunya, Flandes o Escocia). Desde la sociología se indica que una nacionalidad sociocultural e idiomática debe corresponderse con un estado (ente administrativo y político) para velar colmadamente por su personalidad social, su idioma, su idiosincrasia y sus particularidades históricas. El reposo y desahogo social de una nacionalidad y de sus ciudadanos radica en disponer de un estado que vele y ampare su peculiaridad.
[4] El relato de Hechos 11 es una muestra de cómo los gentiles fueron considerados iglesia y parte del pueblo de Dios: “Entonces, oídas estas cosas, callaron, y glorificaron a Dios, diciendo: ¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!”.
[5] Pasaje paralelo en Marcos 7:24-30. La mujer era griega de nacionalidad, de origen sirofenicio, por su raza se la identificaba con los cananeos del periodo veterotestamentario y también se la asociaba con la religión pagana de Tiro y Sidón.
[6] En las instrucciones a los doce (Mateo 10:5-6), Jesús también incide en las ‘ovejas perdidas de Israel’: “Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel”.
[7] Los herodianos, eran partidarios de la política liberal de Herodes y perseguían la helenización de Palestina, no en vano mantenían excelentes relaciones con las autoridades romanas. Los fariseos, por su parte, eran celosos cumplidores de la Ley y odiaban hasta el extremo a Herodes, al que consideraban un usurpador de los derechos davídicos. Ambos grupos eran acérrimos adversarios, pero se unieron en su enemistad contra Jesús con la finalidad de ponerlo en entredicho y llevarlo a los tribunales.

© 2012 Josep Marc Laporta.

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2 comentarios:

  1. Juan A. Pérez-Landáburu15:54

    Acabo de leer este larguísimo articulo y me ha parecido muy bueno. Echo en falta alguna referencia más concreta al nacionalismo romano el invasor en esos momentos de la historia. Me ha parecido que no entra en analizar las condiciones por las que la ocupacion romana se dio en ese momento histórico. Claro que la cosa va sobre el nacionalismo de Jesus y no sobre el romano, pero noto a faltar. Igualmente me parece acertado en estos tiempos inciertos. Jesus fue de la tierra y en la tierra suya se alimentó y creció. No existe contradicción con que su mision se fuera a otras naciones. Asi es Dios!

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  2. Paulina16:56

    Que elegancia y delicades al tocar este tema. Me ha parecido muy bueno. Gracias.

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