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· Otras memorias de África

© 2016 Josep Marc Laporta
 
       Me recibe Kibaki con una sonrisa absolutamente
protocolaria. Tan formal y educada, que tras el saludo sus primeras palabras son en forma de pregunta: «¿por qué has venido a África?» Mi primera y abrupta respuesta en territorio keniano es: «me enviaron». Acostumbrado a recibir europeos en servicio cooperante, Kibaki suele interrogar sin piedad para saber cuáles son las verdaderas intenciones de los recién llegados. Alejados a tan solo medio kilómetro del aeropuerto, ya me ha medido de arriba abajo y ha sacado varias conclusiones sobre mi perfil cooperante. 
       Absurdamente creí que mi interlocutor me iba a recibir con los brazos abiertos; pero Kibaki, hijo de un potentado keniata miembro del gobierno, educado en París y buen conocedor de la psicología media del rico europeo, tiene claro que hay que filtrar a los recién llegados y pasarlos por la criba de la africanidad. Simulo no dejarme impresionar por sus inacabables preguntas, mientras me doy cuenta que ya hemos llegado al destino.
       En territorio hostil, sin el plató y los decorados de la famosa película ambientada en Kenia, aterrizo en un mundo desconocido bajo unos cielos luminosos, anchos y largos de inacabables nubes. Me impresionan los insondables espacios que habitan entre el suelo y el firmamento. Todo tiene más amplitud. Mis ojos se pierden en las inmensidades africanas. Me atrapa.
       Nada más llegar, Kibaki me dirige al comandador, un hombre de mediana edad, pelo blanco y plástica sonrisa de bienvenida. Me pide el pasaporte. Se lo entrego. Saca una fotocopia. Me lo devuelve y me pide que siempre lo lleve encima en el lugar más escondido y seguro de mi cuerpo. Empiezo a pensar dónde y no atino en qué lugar. Rápidamente y sin demora, David, el comandador, me pone al día de cuáles serán mis obligaciones y devociones diarias. Serán cuatro horas en la intendencia capitalina del campo de refugiados somalíes de Dadaab, el mayor del mundo. Las otras cuatro horas serán para estadística y padrón. Nada más llegar ya me han adjudicado el planing, los objetivos, el lugar y la ocupación en Nairobi. Y al día siguiente empieza el incesante ritmo. No regalan tiempo ni para aclimatarse. Me sorprendo de la rapidez con que suceden las cosas.

La tarde libre aconseja dar un paseo por Nairobi. Kibaki hace las funciones de guía nada improvisado, y tras la arisca bienvenida en el aeropuerto por fin encontramos puentes que superarán ríos y mares. Kiwi como días más tarde me permitirá que le llame cariñosamente empieza a explayarse con explicaciones y detalles sobre la capital. Caminar por sus calles se convierte en una master class real y auténtica sobre urbanismo africano. De entrada, me sorprende que las alcantarillas sean prácticamente de cartón-piedra. No conducen a ninguna red del subsuelo, por lo que cuando llueve la ciudad se convierte en un fangal o una putrefacta piscina.
Excepto en la zona más privilegiada donde las avenidas, jardines y edificios simulan a la perfección la fastuosidad occidental, las casas se alistan de manera tan desigual como caprichosamente inconexas, como si cada una de ellas se hubiera construido en épocas distintas, con criterios arquitectónicos diferentes y con utilidades totalmente antagónicas. Todo ello sin contar con los hacinados supervivientes kenianos en las favelas de Kivera, malvivientes en innumerables y apiñadas casas hechas de residuos de vertederos, subsistiendo en condiciones absolutamente infrahumanas.
Nairobi, como otras muchas urbes africanas, confirma que la falta de criterio y renovación urbanística es un serio freno para el crecimiento económico y social de cualquier sociedad. En realidad, ningún pueblo, villa o ciudad del mundo se ha desarrollado social y económicamente sin un serio replanteamiento urbanístico, trazando nuevas calles y avenidas, tirando al suelo casas para edificar otras mejor alineadas y útiles o diseñando el futuro de sus gentes mediante los lugares por dónde han de vivir, caminar, comprar, trabajar y desplazarse. El consecuente caos circulatorio de Nairobi me da la razón.
Pienso en voz alta sobre el futuro de África y las dificultades de un crecimiento estable y seguro. Comparto con Kivaki mis impresiones. Con una sonrisa muy africana, mezcla de confianza y complicidad, asiente y me da un toque: «No creas que nosotros no sabemos eso». Advierto que sí lo saben. Y apunta: «Aquí en África la propiedad es un bien superior a cualquier otro tipo de negocio. Nadie vende nada porque es un seguro de vida familiar, a menos que se le obligue. Y expropiar está muy mal visto, no se acepta». Ahora lo entiendo todo. 

Los días pasan y, para mi desconcierto, aún no conozco el campo de refugiados de Dadaab, abarrotado de miles de somalíes. Permanezco en la intendencia de Nairobi, clasificando, acreditando y administrando alimentos y enseres básicos de supervivencia y, sin embargo, los damnificados receptores de mi trabajo quedan tan lejos… Intuyendo mi extrañeza, Kivaki comenta con cierta ironía: «Dadaab existe y los somalíes también, pero antes debes sentir que lo que haces lo haces por pura fe. Aquí entrenamos una fe muy a la par de las obras». Es entonces cuando entro en franca conversación con Kivaki, David, Nyayo y Karen.
También hablamos sobre mi fe. Me observan luchador y controvertido, como un alma en desacuerdo con los establecidos valores de una creencia evangélica que pretende y se postula no ser una religión sino una relación, pero que una y tantas veces se disfraza impunemente de religión para adquirir prestancia, ganar adeptos y ser reconocida y aceptada ante cualquier estamento. Insensatas contradicciones. Sin embargo, de repente me encuentro con unas personas que profesan un cristianismo más útil y práctico que ceremonial. Sin subordinarse a una fe tan teológica como la que fui educado, observo una implicación en estado básico. Servir y servir es la liturgia, el culto, la ceremonia, las alabanzas, las oraciones y las manifestaciones religiosas. Una fe vaciada de superfluas gesticulaciones. El cambio de paradigma es sustancial: Él nos mandó a servir en medio de los dolores humanos, como un mandato a prueba de una fe absolutamente práctica.
La fe y las obras centran las reflexiones de la jornada. Suponer que lo que haces saciará el hambre de miles de desconocidos desamparados, mientras que cientos y miles de palets, sacos y containers se agolpan en una inmensa nave esperando trayecto, es una más de las múltiples paradojas de la solidaridad. Observo los miles y miles de quilos de alimentos sin preparar ni cocinar y vislumbro qué larga y difícil es la lucha contra el hambre. Es un proceso de absoluta y total dedicación. Las disquisiciones más elevadas y terrenales han centrado nuestras conversaciones y, para acabarlo de rematar, Karen me recuerda que «a veces hay que dejar a Dios para servir a Dios». Y no me queda otra que buscar referencias en Vicente Ferrer o Pere Casaldàliga.

Martes, 22 de septiembre del 2008. Nos dirigimos de madrugada hacia Dadaab. El todo terreno surca los casi quinientos kilómetros de carretera hacia el noreste keniano. Recorridos todos los caminos que transitan hacia la pobreza en estado fetal, al final me enfrento a la infinita mirada de más de un cuarto de millón de refugiados alistados en incontables tiendas y chabolas de plástico. Y no puedo más que pensar en nuestra religiosa y occidental solidaridad a modo de caricias: organizando selectivas y puntuales recogidas de ropa, regalando cajas de zapatos llenas de regalos para niños bien escolarizados o dando una cienmilésima parte de nuestro tiempo occidental para los que sufren cerca de casa o en cualquier parte del mundo. ¡Si tan solo diéramos el tan bíblico diez por ciento de nuestras propias vidas para aquéllos que de verdad no tienen nada!
La mirada a Dadaab contrasta con la nave de AGNUR en Nairobi. Los miles y miles de alimentos que pasaban por mis manos tenían miles y miles de destinatarios auténticamente huérfanos de vida digna. Había pasado más de un mes y medio en Kenia y la realidad de aquel martes superaba cualquier imaginación. Me cautiva el contraste entre las inmensas nubes de algodón y la roja tierra que pisan los refugiados. La infinita, seca y cálida llanura con sus simulacros de calles y avenidas, repletas de cabañas, fabelas, tiendas de campaña o cañas, ramas y plásticos amontonados a modo de hogar, contrastaba con mis reflexiones sobre el urbanismo de Nairobi. Y si, ciertamente, el futuro económico y social de África pasa por un estructural rediseño de sus ciudades y barrios, también es cierto que los refugiados somalíes en territorio keniata no les importa en absoluto ningún urbanismo más que el que les dirige hacia las letrinas y las colas de avituallamiento. Dadaab es un mundo de expatriados viviendo en el territorio más seco y árido del planeta, con hospitales de campaña, improvisadas escuelas o cuatrocientos policías velando por una hostil inseguridad, porque el terrorismo no solo aflige a los europeos, también atormenta a los refugiados.
Abstraído en mil pensamientos sin pies ni cabeza, sin norte ni sur, una crucial y absorbente pregunta persiste en mi mente como un martillo atizando el yunque: ¿cómo y de qué manera se podrían rescatar esos miles y miles de personas que en el campo de refugiados de Dadaab o en las favelas de Kivera se amontonan acaparando todos los futuros más indignos del universo? La confrontación con la cruda realidad de mis limitadas capacidades rápidamente deja en fuera de juego cualquier salida. El problema es tan grande que no hay soluciones grandes, tan solo remiendos y subsistencia. Y otra vez Karen me acaba de situar en el contexto más cruel y sociológico: «No hay ningún país que acepte acoger a unos cientos de refugiados para integrarlos en su sociedad y así vaciar Dadaab. Consideran que sería un riesgo para la convivencia futura de sus estados. Se niegan». Los cincuenta kilómetros cuadrados de los campos de Dadaab son la ilustración de nuestra profunda insensatez humana.

De vuelta a Nairobi, las cajas de leche en polvo, los cereales, los aditivos vitamínicos y las inmensas bolsas de arroz y legumbres centran mis primeras cuatro horas del día. Las cuatro restantes quedan a merced de la estadística y el padrón, cotejando, contrastando y clasificando los informes censales que me envían desde Dadaab para, a su vez, realizar nuevos informes que el gobierno, a veces nada colaboracionista, deberá confirmar y sellar.
Los miles de somalíes del campo de refugiados cobran otra vida con sus nombres y apellidos. Mientras que por delante de mis ojos se suceden los nombres de tantas personas desconocidas, refresco en mi mente alguna de sus caras y expresiones, y empiezo a vincularme de manera exponencial con sus necesidades. Nombres y más nombres, apellidos y más apellidos, todos adquieren vida en mi mente al recordar la inmensa llanura, repleta de ojos mirándome, como si yo pudiera resolverles la vida. Y, sentado frente al ordenador, al reescribir y ordenar por familias, calles, edades y procedencias toda la información recopilada en los campos, siento que en mi mente se va gestando una profunda empatía que va más allá de la razón. El proceso psicológico me lleva a analizar el trance que estoy viviendo. No estoy loco; pero la tarea me hace recordar una y otra vez miradas, gestos o silencios en medio de una sabana sin memoria de África.

Kivaki me invita a salir con Nyayo y Karen a tomar choma nyama, carne asada de cocodrilo, avestruz o buey. El espectáculo culinario del Carnivore me avergüenza en el recuerdo de Dadaab o Kivera. Ni en la misma Argentina había visto tanto derroche de carnes expuestas para su cocción, ordenadamente presentadas de manera vertical. No puedo dejar de pensar en el insultante contraste mientras degusto el manjar de nosotros, los ricos solidarios. Frases y palabras tan ocurrentes como dicharacheras se nos acumulan en medio de inconexas e intrascendentes conversaciones. Las risas y el buen vino aderezan una de mis últimas noches en Nairobi.
Después de casi tres meses en Kenia vuelvo a otra civilización, la nuestra. Dejo atrás el continente, mientras observo que África es un enigma irresoluble que poco a poco empieza a andar por su propio pie, con la ayuda de muchas manos, tanto expertas como inexpertas. Sin embargo, la incógnita a la que me refería es un misterio que permanentemente seguirá sin resolver.
África cuenta con mil millones de personas que en treinta años se doblarán. Es decir, toda la historia de la humanidad africana multiplicada por dos en tan solo tres décadas. A este vertiginoso aumento hay que añadir que la edad media de la población de, por ejemplo, Nairobi, es de 18 años, y que dentro de una década estarán sobre los 30. El enigma es cómo se les dará trabajo y alimento en los parámetros sociológicos actuales. La pregunta que persiste es si para dar trabajo y alimento a dos mil millones de personas, África pasará de ser una sociedad agraria a una industrial. Si se industrializará o no. La realidad es aún mucho más compleja puesto que la práctica totalidad de los países occidentales no les interesa que África se industrialice, puesto que en el mundo hay un exceso de producción y no les conviene que el continente negro entre en la industrialización y compita con el primer mundo. Y la cuestión que subyace a todo esto es cómo pasarán de la agricultura y la minería al ámbito de los servicios sin, probablemente, pasar por la industrialización. ¿Podría subsistir un continente subdesarrollado ofreciendo preferentemente servicios? Y ¿qué clase de servicios debería tener? Y ¿cómo formar a la población para atender ese creciente sector?
Las preguntas estructurales se mezclan con la realidad del día a día, con las favelas y la podredumbre de vida, con los campos de refugiados en Dadaab, con los contrastes culturales, étnicos y éticos, y con las sonrisas francas y nítidas de los kenianos. Siempre hay una mueca amable que les nace del alma. Y de eso, de reír con el alma, en occidente también estamos en deuda con ellos.
Al final de los días en Kenia y de llevarla en algún lugar más allá de la memoria, me doy cuenta de que la vida es un sinfín de peldaños continuos sin ningún rellano para descansar. Adaptarse a todas las situaciones con fluidez, acierto y sin precipitación es renacer en el momento apropiado para volver a vivir, sentir y servir, aunque otros malvivan indignamente mientras tomas carne de avestruz o cocodrilo en el Carnivore, entre risas y baladíes conversaciones. 


© 2016 Josep Marc Laporta

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2 comentarios:

  1. Anónimo14:40

    Gallina de piel!! Lo mas triste es que no hay futuro tan solo remiendos. Un saludo. -Manuel Corral

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  2. Alucinante! Me ha fascinado la lectura de esta "crónica" He visto y he sentido África y no te voy a engañar... Pasados los 50, más a menudo de lo que querría, se me saltan las lágrimas... Y ahora mismo, escribo entre niebla...

    Muchas gracias por "tus memorias de África", más bonitas y reales que las de la peli...

    Sabes que soy tu fan...

    Gema (de Madrid)

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