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· Fin de régimen

       © 2014 Josep Marc Laporta


        En España, el engranaje político y social que proviene de finales de los años setenta está agonizando. Un cambio sustancial se avecina. Superficialmente parecería que es un progresivo proceso de cambio hacia una mayor transparencia y credibilidad de la política y sus actores; pero en el fondo es el fin de un régimen. Es el final de cuarenta años de democracia adolescente que no supo estructurarse responsablemente.[1] La implosión calculada es inminente.

        La chispa de final de régimen la encendió la reciente crisis de ámbito financiero y especulativo que empezó en el 2008. Su fuego ha alcanzado el país, dejando en la cuneta a muchas familias en absoluto paro, desahuciando vidas, desvelando corrupciones políticas con implicaciones en todas las capas sociales y poniendo en jaque un sistema político español basado en un desfasado ‘café para todos’ autonómico. Como bien apuntó el sociólogo Manuel Castells, «la peor crisis que estamos viviendo es la crisis del instrumento de gestión de las crisis: la política». El acuerdo de las élites que hizo posible la transición se está resquebrajando por todos los lados. Y ha traspasado todos los ámbitos de la política y la sociedad.

        El bipartidismo del PP- PSOE, que soportó durante cuatro décadas el oscurantismo del sistema político español, se está viendo seriamente amenazado. Las alianzas de las élites políticas que permitieron una extraña transición con aparente reconciliación sin perdón ni justicia, desencadenó la connivencia de la corrupción política entre los dos grandes partidos del estado. El caso Fidecaya con Adolfo Suárez en el poder; el caso Flick, Kio, Filesa, Ave, Cesid, Mengele, Ibercop, Roldán, Paesa o Gal con Felipe González en la presidencia del gobierno; el Zamora, Villalonga, Gescartera o Forcem con el gobierno de Aznar; y el caso Emarsa, Divar, Ero, Noós, Gurtel o Bárcenas con Mariano Rajoy, son serios episodios de corrupción institucional, con sus derivadas familiares, que prácticamente han engullido la fiabilidad de las estructuras políticas del país.[2]

        Afirma el filósofo Jordi Graupera que «el sistema español es esencialmente corrupto en sus mecanismos políticos y de control». A diferencia de los países nórdicos, en los que la vigilancia de la democracia es el alma de la propia democracia, en España las leyes son excesivamente laxas en su función interventora, preservando los privilegios de las castas y familias políticas, y amparando la perversión política y social. El sistema ampara la corrupción por sistema, puesto que sin minuciosos elementos de control el ejercicio de la política y la administración queda a expensas de las bajezas humanas. Si en un país centroeuropeo un administrador es hallado en alguna leve falta ética, la dimisión es el obligado siguiente paso. Al contrario, en nuestro país dimitir es un vocablo impronunciable y un acto irrealizable.      


        La diferencia entre la España del siglo XXI con la de principios de los 80 es la clave para entender el fin de régimen que se avecina. En 1975 sabían dónde querían llegar: a la Europa democrática. Era una meta que pilotó el país, aunque en la propuesta y proyecto se permitieron  múltiples carencias, exentas de rigor democrático. Espoleados por el deseo de libertad de la sociedad y administrados por un monarca que ejerció de jefe de estado en la sombra, se realizaron pactos por arriba, en las élites, con reuniones en los reservados de Madrid y con conversaciones de postín. Y el pueblo, inquieto y expectante, simplemente votó sí. Y confió. Pero ahora no se sabe exactamente a dónde se quiere llegar, porque no hay fácil solución política al despropósito estructural del estado de las autonomías, la corrupción del sistema y los déficits fiscales entre regiones que tras cuarenta años debían haber equiparado sus balanzas en base al crecimiento y a la progresiva producción de riqueza de cada una de ellas.

        La reforma desde dentro, como lo fue a finales de los setenta, se presenta más compleja, porque la gente ya no quiere platos cocinados. Quiere decidir. El ejemplo de Cataluña es clarificante: el pueblo de a pie se organiza, decide y toma decisiones presionando a los partidos políticos, obligándoles a cambiar su posición social e ideológica. A día de hoy, la España política no sabe a dónde quiere ir. Mientras el Partido Popular aboga por la recentralización del estado, el Partido Socialista (PSOE) está por el federalismo: opción-respuesta y dique frente a la movilizada Cataluña con su pretensión de independencia. Por su parte, el nuevo monarca, Felipe VI, ya no puede ejercer como lo hizo su padre, de jefe de estado en la sombra, por lo que su papel queda relegado a lo prácticamente institucional, apartado de la real vida política y muy supervisado por los intereses de partido.

        El régimen tiene difícil reforma desde dentro. Si el franquismo se reformó desde sus propias trincheras, la adolescente democracia española del siglo XXI prácticamente no tiene posibilidades de transformación interna. Las hipotecas de cuarenta años de liberalidad ética y estética han engendrado un país confrontado con sus  propias estructuras políticas.


        Algunos datos a tener en cuenta: la totalidad del catalanismo está fuera del régimen y, como mínimo, media izquierda ya hace tiempo que marchó (Podemos e Izquierda Unida). ¿Cómo se aguanta el estado? Por un lado por el PSOE, que hace de dique de contención frente a una de las derechas más reaccionarias de Europa y ante la pujanza del independentismo en Cataluña.[3] Y, por el otro, por las alianzas de estado del mismo Partido Socialista con el Partido Popular, priorizando la aprobación de leyes troncales y el sostenimiento estructural e ideológico del estado.

        El Partido Popular no puede soportar solo este régimen, en caso contrario nos veríamos abocados a las dos españas tradicionales: la derecha (autoritaria, monárquica, católica y recentralizadora) y la izquierda (roja, socialista, laica y neoespañolista). Antes, cuando bajaba el PP subía el PSOE, y viceversa. Ahora no. Hoy el pulso del país lo ha tomado la calle mediante nuevas formaciones políticas que discrepan en esencia de la estructura del bipartidismo, de la corrupción, de los prohombres de la crisis y abogan por una pluralidad de pareceres, sensibilidades y opiniones en el que las redes sociales han usurpado el auténtico poder. La capacidad de movilización y contraste de opiniones al segundo, parapetados en las conversaciones de Internet, está produciendo un cambio social de alcance. La sociedad, al mismo tiempo que se comunica democráticamente, multiplica su poder de información y la capacidad de decidir prescindiendo de los hilos del poder.

        Frente a esta vorágine de información socializada que opina y empieza a decidir al margen del poder, al régimen le cuesta dolores reformarse desde dentro. Las empresas del IBEX con los políticos en sus puertas giratorias, el rescate de los bancos con sus desheredados damnificados, los casos de corrupción con sus familias, empresas públicas y privadas consumiendo los recursos de los contribuyentes y la sensación de que el aparatoso sistema del estado tiene, realmente, los pies de barro, está desactivando a marchas forzadas el sistema y el régimen.

        El catalanismo, ausente de España por la pujanza del independentismo y por sus particulares casos de corrupción, no está lo suficientemente fuerte para influir o participar en la reforma del país como lo hizo antaño, pues ha optado por su libertad. Tampoco el nacionalismo vasco, totalmente parapetado en su concierto económico, tiene interés en auxiliar al estado. Uno, virtualmente ya está fuera del régimen; y el otro, en un símil taurino, mira los toros desde la barrera. Y al país tan solo le queda observar los nuevos escenarios que se avecinan y permitir que la democracia se regule desde su propia incompetencia.

        Al régimen ya no le queda suficiente vitalidad para afrontar las zonas opacas que lo definen y aún menos, capacidad para entender y tomar las decisiones que los ciudadanos libremente han asumido. La regeneración del sistema está servida, pero bajo el fin de un régimen político.    




      [1] Alexandre Deulofeu apuntaba a principios del pasado siglo a la constancia de los hechos biológicos, símil que según él se daba también en las colectividades, con la matemática de la historia. Afirmó que las civilizaciones y los imperios pasan por unos ciclos equivalentes a los ciclos naturales de los seres vivos. Cada civilización puede llegar a cumplir, como mínimo, tres ciclos de 1.700 años cada uno. Comprendidos dentro de las civilizaciones, los imperios tienen una duración promedio de 550 años. Asimismo afirmó que mediante el conocimiento de la naturaleza de los ciclos también se aprecia la pulsión colectiva en episodios de cuarenta años, periodo en el que las sociedades tienen cambios significativos. El final de un régimen y sus cuarenta años de vida tendría relación con este ciclo.
      [2] Los últimos años han desvelado el gran desfalco de la corrupción política y social. Emilio Botín con más de 2.000 millones de euros en paraísos fiscales, la trama Gurtel con 13.000 mll/€, Luís Bárcenas con los sobresueldos y 15.000 mill/€ desaparecidos, el rey Juan Carlos I con más de 2.500 mll/€ en el extranjero, los Eros de Andalucía con sus 1.400 mll/€ desviados de cursos de formación, y Jordi Pujol con 4 mill/€ sin declarar en Andorra, son varios ejemplos del alcance de una corrupción que durante mucho tiempo ha estado soterrada de la luz pública.
      Junto a estos casos, José María Aznar, Dolores Cospedal, Rodrigo Rato, Narcís Serra, Eduardo Zaplana, Miguel Boyer, José Folgado, Carlos Solchaga, Josep Piqué, Rafael Arias-Salgado, Pío Cabanillas, Isabel Tocino, Jordi Sevilla, Josu Jon Imaz, José María Michavila, Juan Miguel Villar Mir, Anna Birulés, Abel Matutes, Julián García Vargas, Ángel Acebes, Eduardo Serra o Marcelino Oreja, son algunos de los 569 españoles que depositaban su dinero en el extranjero sin que éste fuera declarado en España.
[3] En Cataluña o el País Vasco el poder va asociado a la riqueza empresarial, a negociar, vender, llegar a acuerdos… Sin embargo, en el epicentro del estado español el poder viene asociado a la política. Es por ello que los primeros tienen más capacidad de reacción ante la desorientación estructural del país. El poder político necesita del estado y de la política para subsistir, por lo que se consume así mismo; el poder empresarial necesita de ideas y proyectos de trabajo para regenerarse, por lo que genera recursos y oportunidades de poder.

© 2014 Josep Marc Laporta

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2 comentarios:

  1. Sanbenito19:07

    Muy buena mirada ala situación del país. Pero hay un parapetado que me falta. ¿Es un error?

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  2. Anton Costas21:57

    Y si España no se reforma? A dónde iremos? A una reforma constitucional? La reforma constitucional es obligada dada la situación que vivimos? Hay alguna manera de que no vivamos un fin de régimen y sigamos tal y como estamos? O la saturación del sistema autonómico nos llevará a una España federal? Creo que todo pasa por una reforma de la constitución y aún así no sé si sabremos salir del paso. Tengoun poco de miedo a la irrupción de Podemos... Son demasiadas preguntas, no? pero el pais está en diferentes procesos y no se sabe cómo acabará cada uno. Ahi lo dejo.

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