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· Culturalidad e iglesia


–Conferencia pronunciada en la Iglesia Anglicana de Todos los Santos, Puerto de la Cruz. Junio, 2013–


© 2013 Josep Marc Laporta

–Apuntes sociológicos sobre la personalidad social de la iglesia–

1- Impulsos genéricos
2- Estructura supracultural y convención intercultural
3- Adaptación y absorción cultural
4- La cultura de la retórica
5- Iglesia y culturalidad imperial
6- Arquitectura y arte de la cultura cristiana
7- La cultura de la cristiandad
  
La iglesia, como realidad espiritual, se constituye, manifiesta y expresa en medio de distintos contextos culturales. La culturalidad de la iglesia es la proyectada dimensión de lo espiritual que abarca todos los procesos sociales que producen significado, definiéndose en el tiempo y el espacio como una entidad humana con personalidad propia.


Friso con relieve de estilo paleocristiano. Iglesia de
                Quintanilla de las Viñas; Mambrillas de Lara, Burgos.
 Evidentemente, los valores espirituales en la dimensión de culturalidad de la iglesia se manifestarán de forma diferente en los diferentes conjuntos de identidad de individuos, grupos o comunidades. La adaptación del valor intrínseco de lo espiritual a las socializadas condiciones de comprensión humanas es lo que dotará a la iglesia sea en la época que seade personalidad social y contenido cultural.
La gran tarea a la que se han enfrentado las iglesias cristianas a través de los siglos a veces, incluso por encima de su específica misión espiritual ha sido la representación y escenificación de su esencia en la piel de la cultura con la que le correspondió coexistir. Es decir, dar forma y contenido social a una dimensión espiritual, de manera que fuere percibida y concebida también culturalmente. Esta condicionalidad muchas veces ha confinado su espiritual misión a la peculiaridad de cada cultura, abandonándola a las tensiones de sus molduras.

1- IMPULSOS GENÉRICOS

Jesús presentó las credenciales de su iglesia en términos algo abstractos para el lector del siglo XXI. Por los escasos manifiestos registrados en la documentación evangélica, en principio se hace bastante difícil determinar el auténtico alcance social y cultural de la iglesia que el Maestro promovió, aunque se pueden entrever algunos valores aproximativos. Uno de los más conocidos es la declaración fundacional. La aseveración del Maestro a Simón Pedro tras la convencida afirmación de éste de que Jesús era el Cristo –“sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos”– (Mateo 16: 13-20), revela algunos de los principios generales de la iglesia su universalidad y competencias, aunque sin explicitar nada sobre el entramado social, de qué manera ejercerá el ministerio o cómo interactuará con la cultura. La afirmación de Jesús es contundente y, al mismo tiempo, desconcertante, especialmente si tenemos en cuenta la subsiguiente arenga a Pedro, tras reconvenirle el discípulo para que no sufriera muerte –“¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres”–. Al contrario de la primera afirmación, en estas palabras se aprecia un cierto vacío de cordialidad orgánica. Quien antes había recibido parabienes y pautas fundacionales, ahora es recriminado muy duramente, contraviniendo, en buena parte, el alcance constitutivo de la anterior afirmación.
Sin embargo los primeros esbozos de Jesús sobre la trascendencia social de la iglesia adquieren un sentido preponderantemente antropológico: “venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mateo 4:18). La misión primordial de la iglesia apunta al hombre como único centro de interés, como única razón de existencia. El ser humano es el absoluto destinatario y beneficiario, y cualquier socialización dependerá de esta pauta iniciática. El condicionante universal y antropológico de la misión, implícitamente habrá de otorgar a la iglesia alguna dimensión supracultural e intercultural. Los seres humanos, estén donde estén y vivan donde vivan, serán receptores no solo de una Buena Nueva sino del marco cultural que la compendia. La centralidad antropológica del llamado eclesial en detrimento de aspectos más rituales, litúrgicos o protocolarios sitúa la iglesia en una interlocución cultural ajena a automatizados formatos externos, epidérmicos o superficiales. Le obliga a un intenso diálogo cultural, más complejo y completo por su diversidad y multiplicidad. Sin embargo, en la convocación de los doce, Jesús insta a priorizar las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mateo 10:5-6; Romanos 1-16), obligando a ejercer una progresiva adaptación socio-cultural respecto al anuncio de la Buena Nueva y las culturas gentiles.

En un texto posterior se aprecian detalles de una cierta construcción social: "Si pecare tu hermano, ve y repréndele a solas. Si no te escucha, toma contigo a uno o dos, para que por la palabra de dos o tres testigos conste toda palabra. Si los desoyere, comunícaselo a la Iglesia; y si, a la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publicano" (Mateo 18:15-17). Por primera vez Jesús establece directrices sociales, especificando la iglesia como una sociedad organizada y con capacidad reglamentaria, aunque, según se desprende de sus palabras, dentro del marco costumbrista hebreo. El que desoyera la autorizada voz de la iglesia sería considerado gentil o publicano; una afirmación también de carácter cultural que podría tener diversas lecturas. Al mismo tiempo, Jesús otorga a la iglesia el poder para juzgar a sus hijos, como una entidad con potestad de administración espiritual: “a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; y a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar” (Juan 20:22-23). Esta divina disposición ubica a la iglesia en el ámbito de las funciones legislativas de un estado o de lo gubernamental y administrativo. Perdonar una falta o condenar es una acción reglamentaria y representativa de un poder político, por lo que la iglesia, en cierta manera, parece querer suplantar o transformar lo ya establecido. Posteriores interpretaciones teológicas y costumbristas en siglos venideros determinarán comportamientos aliancistas entre iglesia y estado, acaparando intereses sociales, políticos y culturales. La capacidad enjuiciadora respecto a lo espiritualmente moral, correcto o ético es lo que parece situar a la iglesia en un esfera superior a las culturas, aunque sometida a ellas por su obligada necesidad interlocutoria.
La definitiva alocución del Maestro a sus discípulos antes de subir al cielo, ratifica la disposición transcultural: “pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). La misión de la iglesia se postula como una transculturalidad; una propuesta viva de sociedad espiritual dentro de sociedades naturales y materiales.  Esta, junto a las anteriores consideraciones, parece distinguirla como comunidad dentro de sociedades; antropológica en cuanto al objeto de su misión; espiritual y supracultural respecto al llamado universal; y con entidad y personalidad social diferenciada de otras coincidentes. No obstante, la formación de una colectividad divergente y convergente al mismo tiempo; definida en origen pero indefinida en cuanto al formato de su existencia cotidiana; y autónoma, pero de ética superior respecto a la cultura que pertenece, descubre algunas incertidumbres y ambigüedades sobre la futura personalidad social de la iglesia.

2- ESTRUCTURA SUPRACULTURAL
                        Y CONVENCIÓN INTERCULTURAL

El cristianismo nació en el seno del judaísmo como un movimiento intrajudío de transformación, lo que, sociológicamente, apunta a una emancipación por redefinición y evolución (Mateo 10:6). La iglesia, como colectivo humano representativo de lo espiritual, se nutre de las formas culturales hebreas, amparándose en ellas para la configuración de su nueva entidad (Lucas 4:16). Muchos aspectos y detalles de la vida y ministerio de Jesús manifiestan, por una parte, una coincidente cordialidad cultural con el judaísmo; y por otra, una explícita divergencia en los contenidos (Lucas 20:1; Marcos 13:1). Mientras se produce un distanciamiento ético-religioso de gran calado en lo espiritual, por lo que respecta a la identidad cultural, la iglesia que Jesús proyecta y delega mantiene las esencias convencionales del judaísmo (Juan 8:2). Se reproducen metódicamente las formas rituales y las abstracciones ilustrativas asimiladas en la vida diaria, en la sinagoga y en el templo (Juan 13:1-10; 18:20; Mateo, 26:18; Marcos 14:26; Hechos 3:1). Y por lo general no existen grandes desapegos culturales, excepto las resultantes de las lógicas adaptaciones litúrgicas o la reeducación espiritual con sus nuevos dogmatismos identitarios. Culturalmente, la iglesia es hebrea en todas sus dimensiones humanas.
Pero a pesar del punto de partida cultural judaico, la peculiaridad de comunidad que Jesús diseña se constituye y forma en el camino, en el constante contacto con las personas. Para tal fin, la nueva sociedad espiritual requerirá del abandono y la renuncia a un lugar de vida estable. El seguimiento de Jesús implicaba dejar la casa, los campos y la pesca (Marcos 1:16; 10:28-29; Mateo 4: 18-20), estableciéndose en esa novedosa estructura del camino, sin templos ni altares humanos, tan propios del judaísmo y de las tradiciones culturales helénicas o romanas, con lugares de culto, de enseñanza pública y de reunión establecidas. Tan grande debería ser la movilidad, que el Maestro aleccionó a sus discípulos sobre las incomodidades de su misión: “las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza” (Mateo 8:20), instruyéndoles a un modelo de vida equivalente: “Cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra” (Mateo 10:23).
La marca de iglesia del camino, itinerante y de renuncia a las comodidades que puedan entorpecer su ministerio, es un valor que pondrá en entredicho los futuros formatos eclesiales de la historia cristiana. Jesús no fundó comunidades locales, sino grupos de personas en movimiento. Esta realidad constitutiva contrasta con otras propuestas religiosas de la época más ancladas en las obligaciones culturales originarias y, por ende, más sometidas a los compromisos sociales de éstas y sus estructuras. Al diseñar una comunidad en el camino, Jesús instituye un formato que precisa de una gran adaptación e interlocución cultural. La cultura propia y su molde no es condición prioritaria para la comunicación del Evangelio, sino que su difusión necesitará de una acertada interlocución finalista para ser interpretada. Al tener que transportar de un lado a otro la Buena Nueva de salvación, la cultura receptora será condición explicativa para una beneficiosa comprensión del mensaje, así como la percepción original del portador.
A pesar de la inicial impresión de Hechos 2 y sucesivos de que la comunidad primitiva se recluía permanente y exclusivamente en actividades religiosas de trasfondo hebreo para ser iglesia, la realidad es otra. La iglesia en Jerusalén permaneció aproximadamente unos ocho años sin grandes desplazamientos, pero pasado este tiempo de consolidación interna empezó a emerger un importante deseo misionero al modo de Jesús. La iglesia de Jerusalén tenía doce apóstoles (Hechos 1:12 ss.), pero tres años más tarde de la conversión de Pablo, cuando éste visitó la comunidad, no encontró a ese supuesto cuerpo directivo sino solo a Pedro (Gálatas 1:18). Los otros miembros habían partido, recorriendo la región para cumplir con el modelo de iglesia que Jesús les había encomendado (Gálatas 1:21; Marcos 3:13). Quince años más tarde Pablo solo encontró en Jerusalén a tres de las iniciales columnas apostólicas (Gálatas 2:9), entre ellas Pedro, que constantemente viajaba de un lugar a otro (Hechos 8:14; 9:32; Gálatas 2:11). Y los doce, que años antes estaban en Jerusalén, se dispersaron para llevar el mensaje a las doce tribus de Israel (Mateo 19:28-30).
La movilidad del grupo inicial de la iglesia fue la norma constitutiva de un nuevo modelo de interculturalidad. La conversión de Saulo de Tarso significó una de las primeras realidades interculturales del cristianismo. Pablo era de Tarso (Hechos 9:11; 22:3), ciudad de la actual Turquía; pero Bernabé era oriundo de Chipre (Hechos 4:36, Lucio era de Cirene (Hechos 13:1), Menaén había sido criado con Herodes Antipas en Jerusalén o en Roma (Hechos 13:1) y Nicolás era de Antioquía (Hechos 6:5). La multiculturalidad y la movilidad fueron dos pautas sociales que convivieron estrechamente en aquellos iniciales años del cristianismo, traspasando el Evangelio de la cultura semita a la grecorromana.
El apóstol Pablo, convertido radicalmente al cristianismo desde el judaísmo activista, participa en primera línea en la interlocución cultural de la iglesia, gracias a su movilidad a través de los viajes misioneros (Hechos 13-14; 15:36–18:22; 18:23–20:38). Pablo fue el ‘hombre de las tres culturas’, teniendo en cuenta su origen judío, su lengua y cultura griega y su prerrogativa de civis romanus, como lo testimonia también su nombre, de origen latino. Es por su interculturalidad y gran conocimiento de la cultura helénica hablaba fluidamente tanto el griego como el arameo  cómo se le puede ver en plena inmersión cultural, disertando en Atenas ante el altar al Dios no conocido (Hechos 17:16-34), anunciando que «Dios... no habita en santuarios fabricados por manos humanas..., pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos 17:24-28). Asimismo también es instado en visión por el Señor para ir a Roma: «ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma» (Hechos 23:11). En Pablo se aprecia muy claramente el alcance supracultural de la iglesia que Jesús fundó: «porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego» (Romanos 1:16). «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3:28).
El Evangelio que proclama la iglesia primitiva tiene claras esencias hebreas, incluso con fuertes tendencias judaizantes (Romanos 9:3-5; Hechos 15:1-20 Gálatas 1:11-12; 2:3-5, 7-10, 21), manteniendo elementos distintivos de su cultura cívica y religiosa (Hechos 2:46; 3:1; 5:12, 20 y 42; 15:4-5; 21:24-25). Sin embargo, es por su innata capacidad expansiva y gran convicción espiritual y misionera que la iglesia se desafía a sí misma al tener que compaginar la transmisión de la Buena Nueva de salvación desde su culturalidad original, con la estética y trasfondo de la cultura receptora. Es por ello y a pesar de ello que a finales del siglo I el cristianismo alcanza una gran difusión, con principales centros de expansión como Jerusalén, Antioquía, Efeso, Damasco y Edesa. Al final de siglo y principios del siguiente se encuentran comunidades cristianas en Palestina, Siria, Chipre, en Asia Menor, Grecia y Roma. Las tensiones costumbristas de la extensión misionera aparecen y parece resolverse con la expeditiva fórmula de Jesús: «dondequiera que entréis en una casa, posad en ella hasta que salgáis de aquel lugar. Y si en algún lugar no os reciben ni os quieren oír, salid de allí y sacudiros el polvo de los pies, para que les sirva a ellos de advertencia» (Marcos 6:10-11).

3- ADAPTACIÓN Y ABSORCIÓN CULTURAL

Después de que los romanos destruyeran Jerusalén en el año 70 d. C., el cristianismo judaico declinó en poder y número. El cristianismo gentil predominó y la nueva fe comenzó a absorber la cultura, la filosofía y los rituales grecorromanos. El cristianismo hebreo sobrevivió durante cinco siglos en el pequeño grupo de cristianos siríacos llamados Ebionim. Pero su influencia no fue muy generalizada.[1] Hacia el año 100, fecha aproximada en que se considera que el último apóstol murió Juan, el cristianismo es prácticamente gentil, con un ambiente social común, incorporando distintas ideas, actitudes y costumbres de la cultura griega y romana, aunque manteniendo una cierta personalidad supracultural.[2] En esas fechas ya se habían fundado iglesias cristianas en muchas de las principales ciudades de oriente, así como en algunos lugares de la parte occidental del imperio.
La dispersión de los principales dirigentes cristianos y el probable martirio de Pedro y Pablo en Roma tras la caída de Jerusalén en el año 70, abrió el camino para que la capital del Imperio se convirtiera gradualmente en el centro de la conciencia oficial de lo que en el futuro sería la cristiandad.[3] Pero la iglesia es perseguida duramente, aunque de manera dispar y con distintos flujos instigadores. La comunidad primitiva se negó a aceptar el señorío del César, negándose a ver a Jesús como una mera parte del panteón de los dioses en Roma. De hecho, la confesión «Jesús es Señor» en sus bocas y en aquel contexto se convierte en una frase profundamente subversiva que llega a socavar el gobierno imperial. Los emperadores lo sabían muy bien, de ahí las terribles persecuciones. Pero los cristianos no tenían dudas de que si Jesús era el Señor, su señorío excluía cualquier otra lealtad definitiva. Sabían cuál era el núcleo de su fe y que no podían renunciar a ello. Sin embargo, también fue la lucha entre una sólida cultura muy instalada en el tiempo y el espacio la imperialy una contraética espiritual en desarrollo, en exploración de algún, todavía, indefinido espacio social el cristianismo.
A pesar de las persecuciones y dificultades, en pleno siglo II la misión cristiana alcanza territorios como Egipto (Alejandría) y el norte de África (Cartago), territorios de culturas dispares. Al finalizar la centuria, la expansión geográfica e interlocución cultural es impresionante: Siria oriental, Mesopotamia, Egipto, Italia meridional, Galia, Hispania y Germania. La convicta fe de los fieles y la fuerte inmersión en la cultura grecorromana participaron determinantemente en el comportamiento expansivo de la iglesia. Ya en el siglo III, un creciente número de seguidores hablaba latín. La comunidad que fundó Jesús ya no es la que se nutre culturalmente del trasfondo hebreo. Un cambio significativo sucede: la iglesia expansionada ha absorbido distintas esencias culturales ajenas al judaísmo, favoreciendo distintos códigos subjetivos y objetivos de comprensión. Una traducción latina del Nuevo Testamento, escrito originalmente en griego, aparecida poco después del año 200, ayudó a este proceso. La implantación de la iglesia es mayor en Oriente que en Occidente y en las ciudades más que en el campo. En Oriente comienza la predicación en las regiones de Egipto y Siria, y fuera del imperio en Armenia. En Occidente, la misión se afianza en Roma,  avanza en Italia, alcanza un gran desarrollo en el norte de África y llega a Britania.
En el segundo y tercer siglo los cristianos fueron ignorados y considerados inofensivos. Al final de los reinados de los cinco buenos emperadores,[4] los cristianos todavía representaban una pequeña minoría, pero con una fe a prueba de sufrimiento. Esta fuerza se basaba en la certeza de la moralidad de su conducta espiritual, convicción reforzada por la disponibilidad de los primeros cristianos a convertirse en mártires en aras de su fe. La dura persecución romana a los cristianos durante el primer y segundo siglos, aunque no fue sistemática, siendo esporádica y local, significó una seria prueba de confrontación cultural sin poder detener el crecimiento del cristianismo.[5] De hecho sirvió para fortalecerlo como institución en los posteriores siglos tercero y cuarto, situación que transformó su débil estructura del primer siglo en una más centralizada organización en diversas comunidades eclesiales. La iglesia vivió entre culturas y sobrevivió a las culturas básicamente por su subterfugia capacidad de adaptación cultural en medio de su propia propuesta y, esencialmente, por su decisión de ser y encarnarse en el camino. Se puede observar cómo las comunidades alcanzan personalidad social precisamente por la peculiaridad de su mensaje transformador y por su entregada disposición. Pero por primera vez se advierte cómo la iglesia empieza a crear un estable comportamiento común, una cultura de relación, con toda una serie de códigos, referencias, formas, contenidos y moralidades sociales que implicará en el futuro el desarrollo de una culturalidad o personalidad social.

Un elemento crucial para este cambio fue el visible papel de los obispos. Si bien todavía eran elegidos por la comunidad, los pastores comenzaron a asumir mayor control, constituyéndose el obispo como jefe y los presbíteros como clérigos sujetos a la autoridad del pastor. Alrededor del siglo tercero los obispos eran nominados por los clérigos, simplemente aprobados por la congregación y luego oficialmente consagrados para el cargo. La iglesia cristiana iba creando una definida y rocosa organización jerárquica, con incorporaciones estructurales asimiladas de las formas sociales romanas. De esta manera se empieza a vislumbrar el gran cambio sociocultural respecto al diseño inicial de Jesús. En aquel entonces la iglesia ya no transportaba una buena nueva de salvación desde una cultura hebrea hacia una cultura gentil, sino que el cristianismo ya empezaba a tener señas culturales propias, un formato de comportamiento costumbrista, con inclusiones paganas y asunciones del imperio en el que crecía y aspectos de personalidad propias. Las condiciones sociales del lugar en el que las distintas comunidades eclesiales se iban asentando, tanto les proporcionó una gran capacidad de interlocución cultural como una nueva y dispar manera de entender su función social y espiritual. Sería la primera vez en la historia que la iglesia quedaría definitiva y sedimentadamente vinculada a culturas no hebreas, adhiriéndose y asumiendo nuevos contextos sociales y culturales que conformarían una distinta comprensión espiritual y costumbrista de su misión.

4- LA CULTURA DE LA RETÓRICA

Los padres de la iglesia fueron considerablemente influenciados por la cultura grecorromana. De hecho, muchos de ellos fueron filósofos paganos y oradores antes de ser cristianos, lo que llevó a la iglesia a un extremista cuidado homilético. El origen del sermón secular se remonta al siglo V a. C. Se atribuye a los sofistas la invención de la retórica, el arte de hablar persuasivamente. Ellos, a diferencia de los rabinos hebreos que vivían de sus diversas ocupaciones profesionales, reclutaban discípulos y cobraban por sus discursos. Eran expertos en la discusión y maestros en el empleo de recursos emocionales y del lenguaje ingenioso para vender sus argumentos. Cultivaron el estilo por el estilo en palabras contemporáneas, el arte por el arte predicando verdades abstractas en lugar de verdades asumidas en sus propias vidas. Eran expertos en imitar la forma antes que la sustancia.
Esta influencia retórica dominó por completo la cultura grecorromana. Y también dominó la iglesia del siglo tercero, que ante el desplome de la espontaneidad espiritual y las referencias apostólicas de primera, segunda y tercera generación social se abandonó a la casta clerical y a los oradores paganos recién convertidos al cristianismo. Muchos de estos nuevos creyentes eran filósofos paganos que por su homilética tomaron el lugar de los dones espirituales en la comunidad, siendo algunos de ellos conocidos como los padres de la iglesia.[6] La culturalidad eclesial tomó forma homilética con sus buenos y entrenados oradores para entusiasmar a las masas y provocar supuestas respuestas espirituales confundidas con algunas teorías paganas y verdades no vividas.[7] Fue entonces cuando el sermón monologado acaparó la enseñanza bíblica y sustituyó a las anteriores dinámicas interactivas y las interlocutorias exposiciones. Las espontáneas preguntas, las directas respuestas y la multitud de aclaraciones sobre la fe, las Escrituras y las trascendencias vivenciales quedaron relegadas a un asunto más privado.
Si en el segundo siglo la iglesia cristiana ya había introducido el sermón de corte homilético, en el tercer siglo los cristianos ya llamaban a sus sermones con el mismo nombre que los oradores griegos denominaban a sus discursos, homilías, palabra que ha llegado hasta nuestros días en las cátedras cristianas de homilética. Pero a pesar de las distintas renovaciones o evoluciones que a través de la historia y los siglos la iglesia ha experimentado, esta adición retórica y homilética en el sentido original sofista ha llegado intacta hasta nuestros días con todas sus virtudes y, también, carencias didácticas y espirituales, llegando a ser, en muchas ocasiones, un fin en sí mismo. La predicación desde el púlpito, a modo de sermón incontestable y de cuidada belleza homilética ha llegado hasta nuestros días permeabilizando todas las denominaciones cristianas, que en ningún momento han podido zafarse de la vanagloria de la oratoria espiritualista. El apóstol Pablo, conocedor de las tendencias sofistas de la cultura griega, ya señaló en su tiempo cuales eran sus credenciales expositivas, muy distintas de las propuestas helénicas (1ª Corintios 2:1-5; 1:17, 22).[8]
El gran elemento distintivo de la culturalidad de la iglesia preconstantina fue la organización obispal y los grandes oradores. Ambos, de considerable trasfondo sofista y ascendencia pagana, poco a poco fueron dotando a la sucesora comunidad de Jesús de una personalidad social de corte docto y erudito, alejándose del pueblo y provocando en éste la desconexión e incomprensión del misterio divino. La iglesia asimiló y fue asimilada; se hizo cultura y al mismo tiempo se cultivó; fue expansivamente supracultural y asimismo fue claramente absorbida. Esta culturización de la iglesia por medio de la organización obispal y la retórica homilética, fue progresivamente una seña de identidad que la apartó de su impulso original y la preparó culturalmente para la llegada de la constantinización. La acercó a la sociedad grecorromana en cuanto a la formalidad cultural, pero la alejó de su innata esencia misionera de carácter didáctico, interactivo e transcultural. Aquella primitiva sociedad del camino, interlocutora entre culturas, de gran contenido dialéctico y espiritual, se transformó paulatinamente en versado dogmatismo, y de tal manera absorbió la cultura finalista, que se confundió costumbristamente con las señas de identidad de la sociedad que la acogió.

5- IGLESIA Y CULTURALIDAD IMPERIAL

Uno de los peligros a los cuales la iglesia primitiva tuvo que enfrentarse fue el institucionalismo religioso; es decir, la centralización y codificación llevadas a cabo en interés de la religión. La iglesia pasó de ser un movimiento marginal con personalidad social a ser una institución troncal con el Edicto de Milán (313 d. C.), en el que Constantino, recién coronado emperador que reivindicaba la conversión al cristianismo, la declaró religión oficial del estado, deslegitimizando así a todas las otras, aunque permitiéndolas. Desde el punto de vista de la culturalidad, esta simbiosis significó la absoluta uniformización de la iglesia, induciendo a la homogeneidad del pensamiento social y cultural. El cristianismo no sería más una revolución expansiva en constante adaptación e interlocución cultural, ni tampoco una entidad espiritual con distintiva personalidad social, sino una cultura definida y asentada sobre un imperio, proporcionándose sus propios sistemas costumbristas de comprensión ética, moral y social, amparándose y valiéndose de la estructura imperial para su expansión misionera.
Unas decenas de años después de la muerte de Jesús, en el año 100 de nuestra era, en el mundo había aproximadamente unos 25.000 cristianos. Doscientos años después la cifra se había multiplicado por 1.000, alcanzando prácticamente los 25 millones. Fue precisamente con esta gran implantación de seguidores de Jesús cuando Constantino decidió convertir el cristianismo no solo en la religión oficial del estado sino en estado, uniendo iglesia e imperio, convirtiendo el cristianismo en cristiandad. El proceso social que acometió el emperador transformó la formada y dinámica interlocución cultural de la iglesia en una cultura de marchamo cristiano, que produciría sus propias locuciones devotas, sus modelos de comportamientos litúrgicos y extralitúrgicos, sus moralidades sociales y culturales y sus dispositivos comunales de comprensión y sometimiento religioso.
Por primera vez en la historia el cristianismo no fue intercultural sino intracultural; es decir, no conversó con las culturas para predicación de las Buenas Nuevas sino que se convirtió en cultura para ser predicación. El Evangelio obligatoriamente pasaría por el tamiz de la cultura para ser comprendido y aceptado. Se convirtió en civilización cristiana, en cristiandad. Fruto de esta concepción cultural, estatal y religiosa se desarrolló el corpus christianum, donde no existía libertad de religión y se consideraba al poder político y el emperador como la autentificación divina. Se instauró el bautismo de niños como el símbolo inexcusable para incorporarse y pertenecer a aquella sociedad culturalizada. Se instituyó el domingo como el día oficial de descanso y obligatoria asistencia a un lugar que se llamaría iglesia. Se estipularon profesionales de la religión, con estatus y privilegios sociales y con un sistema eclesiástico jerárquico basado en la distribución de diócesis y parroquias, análogo al modelo de estado romano. Se construyeron grandes edificios religiosos muy ornamentados, con la formación de grandes congregaciones. Se fomentó el aumento de la riqueza de la institución, con la imposición de diezmos obligatorios para la financiación del sistema eclesial. Se establecieron sanciones legales con la finalidad de desterrar la herejía, la inmoralidad o el cisma. Se diferenció entre clero y laicos, convirtiendo a estos últimos en sujetos pasivos. Pese a la mezcolanza, se fomentó la división entre cristianismo y paganismo, produciendo nuevos conceptos de relación discriminatoria y segregacionistas, con guerras y cruzadas. Y como uno de los aspectos más relevantes por su contenido bíblico, se favoreció interpretativamente el Antiguo Testamento a costa del Nuevo para sustentar o justificar una nueva moralidad cultural cristiana de ámbito restrictivo e intervencionista, con un formato eclesial esencialmente ritual.
El modelo de culturalidad constantiniana es la adopción del cristianismo como sustituto oficial del paganismo romano. En realidad, un cambio de cultura. El trasvase por orden imperial conllevó también el traslado, incorporación y estandarización de muchas tradiciones paganas y patrones iconográficos del imperio. Los grabados, efigies o imágenes empiezan a ser parte de la cultura eclesial. La construcción de iglesias, catedrales y lugares de culto ornamentados constituyen una nueva forma de percepción de fe más social, comunitaria y dependiente de la mediación estética. Los obispos recibieron el derecho a competir con los paganos en el tradicional cursus honorum para las altas magistraturas del gobierno, otorgando privilegios al clero, exonerándolos de ciertos impuestos. También ganaron una mayor aceptación dentro de la sociedad civil en general, alcanzando una mayor importancia, hasta el punto de que los obispos cristianos adoptaron posturas más agresivas e influyentes en temas públicos. El cristianismo se hizo cultura, como fórmula de evangelización y expansión.

6- ARQUITECTURA Y ARTE DE LA CULTURA CRISTIANA

La historia de la iglesia cristiana es la historia de sus edificios, un aspecto cultural que en muchos casos superó en trascendencia social a la propia fe. Las catedrales y la arquitectura de los templos tienen inicio cuando apareció en escena Constantino. En el año 312 d. C., Constantino se convirtió en César del Imperio Occidental. Doce años más tarde fue emperador de todo el Imperio Romano. Seguidamente empezó a encargar la construcción de edificios de iglesia para promover la popularidad y aceptación del cristianismo. Su tesis socializadora fue: si los cristianos tuvieran sus propios edificios sagrados como los judíos y los paganos– su fe sería considerada legítima.
En el 321 d. C., Constantino[9] decretó que el domingo sería un día de descanso. La intención de Constantino al hacerlo era honrar al dios Mitras, el Sol Invicto. También usó rituales y decoraciones paganas así como cristianas al dedicar su nueva capital, Constantinopla. Cuando construyó la nueva ‘Iglesia de los Apóstoles’ erigió monumentos a los doce apóstoles rodeando un único sepulcro que yacía en el centro. Esa tumba la reservó para el mismo Constantino, lo que le convertía en el decimotercero y principal apóstol. De esta forma, el Emperador no solamente continuó la práctica pagana de honrar a los muertos sino que él también buscó ser incluido entre los difuntos importantes.
Constantino también reforzó y traspasó al cristianismo el concepto pagano del carácter sagrado de objetos y lugares, provocando la cultura del misterio. El tráfico de reliquias se hizo habitual en la iglesia y para el cuarto siglo la obsesión con las reliquias se volvió tan absorbente que algunos líderes cristianos se pronunciaron en su contra. El Emperador también es reconocido por traer a la fe cristiana el concepto de ‘lugar sagrado”, que estaba basado en el modelo del santuario pagano. Constantino construyó sus primeros edificios de iglesia sobre los cementerios donde los cristianos celebraban comidas por los santos muertos. Es decir, los construyó sobre los cuerpos de santos fallecidos. La razón es que durante al menos un siglo antes los lugares de entierro de los santos eran considerados espacios sagrados, por lo que muchos de los edificios más grandes las catedrales fueron construidos sobre las tumbas de los mártires. Esta práctica estaba basada en la idea de que los mártires tenían el mismo poder que antes habían atribuido a los dioses del paganismo.
Como los templos se consideraban sagrados, los asistentes debían pasar por un rito de purificación antes de entrar. En consecuencia, en el siglo cuarto se construyeron fuentes en el atrio para que los cristianos pudieran lavarse antes de ingresar al edificio. La forma y disposición de los templos adquirieron detalles arquitectónicos y artísticos característicos, hasta el punto de ser construidos hacia el este y diseñarlos de manera que la luz del sol enfocara al predicador, dándole un hálito de santidad, solemnidad y misticismo. El altar, con las reliquias de los mártires, el trono del obispo y los elementos de la eucaristía (el pan y el vino), fueron elementos que desprendían misterio y evocación artística. El arte se mezcló con el misterio, produciendo una cultura religiosa de formato místico y enigmático que suplantaría la propia de cada región del imperio. 
Para forzar aún más el sentido mágico y trascendental del acto religioso, el  sermón se predicaba solemnemente desde el trono del obispo, donde el poder y la autoridad descansaban con el ornamento de una tela de lino blanca, mientras que el prelado iba vestido con una túnica especial, parecida a la de los oficiales romanos. Por su parte, los ancianos y diáconos se sentaban protocolariamente a ambos lados del trono obispal, en un semicírculo.
Ante la gran demanda constantinizadora de edificios religiosos llenos de simbolismos y arte descriptivo, los fieles vaciaron de arte los templos paganos, trasladándolos a los templos cristianos. Culturizaron impositivamente el cristianismo con elementos arquitectónicos y artísticos prestados, prescindiendo de la interlocución cultural a la que el Evangelio de Jesús invitó.[10] La fe cristiana se vistió de edificios religiosos y arte pagano por obra y gracia de Constantino, extendiendo sobre la historia de los siglos venideros una pesada losa llamada 'cultura cristiana'. El paganismo griego y el imperialismo romano modelaron a su antojo la fe evangélica y dieron paso a la cristiandad.

7- LA CULTURA DE LA CRISTIANDAD

La cristiandad o civilización cultural cristiana es uno de los productos genéricos de la constatinización de la iglesia y que se proyectó a lo largo de siglos de dominación religiosa. Aún y a pesar del paso del tiempo, de la Reforma Protestante y de diferentes renovaciones eclesiásticas en distintas denominaciones, el actual modelo de cristianismo mantiene férreas referencias y dependencias a la culturización que nació del constantinismo. Una de ellas es la cristiandad: el cristianismo hecho cultura.

Pese a lo apetecible del término y del idílico y romántico concepto de una sociedad cristianizada, permeabilizada culturalmente por generalizadas o masificadas espiritualidades cristianas, este modelo de cristiandad ha suplantado en parte el arquetipo de la originaria fe primitiva (1ª Pedro 2:9). Bajo ese impulso socializador y globalizador se ha deseado y pretendido ascender la fe cristiana al estatus de cristiandad: un espacio superior en el que la cultura de cada pueblo o nación se viera sustituida por la cultura cristiana. En realidad, esta pretensión viene a ser un nuevo modelo de constantinización de los pueblos, una nueva manera de cristianizar mediante la cultura sin tener en cuenta que la transmisión de la fe es un asunto del camino y de la vinculación diaria y personal con los que padecen las consecuencias del pecado. Curiosamente, para alcanzar ese moderno tipo de constantinización solo es necesario revestir colmadamente la fe de vistosos complementos sociales, ornamentales y mediáticos, y así satisfacer la ansiada cultura cristiana: a la fe por el envoltorio. No obstante, la pauta bíblica parece ser bastante refrectaria al modelo de la cristiandad (Mateo 6:1-8; 16-23). El arte, la música, la pintura, lo bello, lo ornamental, el complemento, el contexto, lo mediático o la condición normalmente aparecen como respuestas espontáneas, vivas y dinámicas de la fe, precisamente para no sucumbir ante la infértil estructura del cristianismo envasado. Cabe recordar que la interlocución cultural fue un valor que la iglesia primitiva nunca quiso abandonar en su expansión misionera. (Hechos 21:13-17).

En la actualidad, muchos teólogos y pensadores cristianos denuncian enérgicamente y con gran preocupación el creciente secularismo y la descristianización de Europa como si éste fuere el llamado de la Iglesia: rescatar o cristianizar culturas. Pero las culturas no se convierten ni se evangelizan. Las culturas son coordenadas autónomas de relaciones sociales que se manifiestan y proyectan en el tiempo de acuerdo a múltiples ascendencias e influencias, entre ellas la fe cristiana. La cultura, en su sentido social es un conjunto de actitudes, creencias, valores, expresiones, gestos, hábitos, destrezas, bienes materiales y artísticos, servicios y modos de producción que caracterizan a una sociedad, produciendo la socialización de sus individuos. Pero el Evangelio no nos ha sido dado para crear, uniformizar o cristianizar sociedades sino para liberar individuos de todos los yugos del pecado con la participación de aquéllos que antes no éramos pueblo de Dios y que ahora lo somos, ...y que por causa del Señor nos sometemos a toda institución humana’ (1ª Pedro 2:10-14).
La ilusión del rescate, mantenimiento o proyección de una cultura cristiana es una pretensión absolutista y utilitarista de la fe, una propuesta de carácter socializadora que pretende convertir la predicación de ‘id y haced discípulos (…) hasta lo último de la tierra’ (Hechos 1:8) en una inculturización de sociedades ajena a la perspectiva divina: un pueblo dentro de un pueblo (1ª Pedro 2:10). Es, por lo tanto, un esfuerzo y un formato neoconstantinizador mediante elementos que libremente pertenecen a los procesos de constitución social y antropología humana. Los valores culturales no nacen por imposiciones o instrucciones de instancias superiores, ni se dejan imponer por obligación ni por decisiones de asambleas legislativas o imposiciones éticas. La cultura se funda a sí misma y nace de la nada por las necesidades sociales de los seres humanos y su aportación comunitaria. En la forma de vida de una cultura, los valores dominantes son el compartir un mismo lenguaje, similares valores éticos, el pósito de las tradiciones y rituales sociales, la arquitectura y el uso de la tierra, y, dentro de lo intelectual, se encuentra la ciencia, el arte, la literatura y la música. El cristianismo, como comunidad espiritual dentro de sociedades, antropológica en cuanto al objeto de su misión, espiritual y supracultural respecto al llamado universal y su interlocución social, y con entidad y personalidad social diferenciada de otras coincidentes, coexiste con las culturas, siendo una comunidad espiritual contraética dentro de una población terrenal: sal y luz; no el salero ni la bombilla.
Es conveniente y acertado reseñar el apunte histórico y sociológico de Sam Pascoe, que nos permitirá reflexionar sobre la cultura cristiana y su paulatino distanciamiento de la praxis evangélica insaturada por Jesús: «El cristianismo comenzó en Palestina como una comunidad una relación–; más tarde se trasladó a Grecia y se convirtió en una filosofía –una forma de pensar–. Posteriormente se trasladó a Roma y se convirtió en una institución –un lugar a donde ir– y luego a Europa, donde se convirtió en una cultura –una forma de vida–. Finalmente se instaló en Estados Unidos, donde se ha convertido en una empresa –un negocio–» (Sam Pascoe).[11]
Este podría ser un breve aunque incompleto resumen de la inculturalidad de la iglesia. De estos elementos orgánicos y estructurales, la iglesia cristiana de todos los tiempos y todas las familias y denominaciones de la historia se han proveído y abastecido. Incluso las iglesias nacidas de la Reforma Protestante, con sus subsiguientes escisiones y espontáneas generaciones también son fruto directo de esta concepción social y cultural de la iglesia constantiniana. E igualmente todas las actuales congregaciones pentecostales o carismáticas reproducen el mismo molde y pretensión inculturalizadora. El modelo y estructura social de la iglesia contemporánea, aunque con distintos matices teológicos, en gran parte se ampara en la histórica vitalidad cultural de la civilización cristiana de los últimos quince siglos. Sin embargo, hay vida más allá de la cristiandad. Jesús nos insta a ser luz y sal como un llamado antropológico, transcultural y supracultural, sin tener que someter a las más de 4.000 culturas que existen en el mundo[12] a los estereotipos de la cristiandad, sino para establecer una interlocución de amor y encarnación con el ser humano.

Cada cultura del planeta tiene sus sistemas de comprensión y su fórmula dialéctica de interlocución social. Es lo que llamamos dinámicas de identidad. Con el modelo e influencia de la cristiandad en franca decadencia[13], el postmodernismo y la globalización se manifiestan como fenómenos culturales a nivel de la cultura popular. La ruptura entre la era moderna y la era postmoderna comportó la descomposición de la cultura en muchas pequeñas subculturas que denominamos microheterogenización o, sencillamente, subculturalización o tribalización.  Más allá del fenómeno cultural en mayúsculas, las sociedades han dado un giro radical y la gente deja de identificarse con amplios grupos tradicionales ya definidos para identificarse con una miríada de pequeños grupos subculturales emergentes definidos en torno a cualquier cosa, desde intereses culturales a preferencias sexuales. Y cada uno de ellos se toma en serio su identidad cultural.
La iglesia –postulada en estos tiempos como una subcultura más– ha de atravesar importantes barreras culturales y de marginalidad subcultural para poder encarnar y comunicar adecuadamente el Evangelio en cada contexto cultural. Para efectuar una comunicación significativa y encarnada es implícitamente necesario atravesar distintas capas socioculturales, como el idioma, la raza, la historia, la religión, la peculiaridad, la visión del mundo, la cultura, la personalidad, los intereses, los temores, etc. El llamado a anunciar el Evangelio es una propuesta de encarnación integral, y de adaptación y vinculación con la cultura de destino en un ministerio intercultural y transcultural, atravesando trascendentes barreras, aunque sin pretender otorgarnos la representación de la cristiandad ni de sus transitorios influjos beneficiarios. “La fe nace al oír el mensaje, y el mensaje viene de la palabra de Cristo” (Romanos 10:17).




     [1] Will Durant, ‘Caesar to Christ‘. New York: Simon & Schuster, 1950, p. 577.
     [2] Shirley J Case‘The Social Origins of Christianity’.  New York: Cooper Square Publishers, 1975, pp. 27-28.
     [3] Josep Grau (Javier Gonzaga) ‘Concilios’. International Publications, 1965, p. 24.
     [4] La dinastía Antonina fue la casa reinante en el Imperio romano del 96 al 192, con Nerva (96-98), Trajano (98-117), Adriano (117-138), Antonino Pío (138-161) y Marco Aurelio (161-180), éste co-gobernó con Lucio Vero (161-169).
     [5] La persecución comenzó durante el reinado de Nerón. Habiendo destruido el fuego gran parte de Roma, el emperador utilizó a los cristianos como chivos expiatorios, los acusó de incendio premeditado y de odio a la raza humana, y los sometió a atroces muertes en Roma.
       [6] Tertuliano, Cipriano, Crisóstomo, Arnobio, Lactancio y Agustín son algunos de ellos. David C. Norrington, To Preach or Not to Preach? The Church’s Urgent Question (Carlisle: Paternoster Press, 1996), p. 22.
       [7] El primer sermón cristiano registrado está contenido en la denominada Segunda carta de Clemente, fechada entre 100 y 150 d.C. Yngve Brilioth, A Brief History of Preaching (Philadelphia: Fortress Press, 1965), pp. 19-20.
       [8] La palabra griega utilizada para describir la predicación y enseñanza del primer siglo es dialegomai (Hechos 17:2, 17; 18:4, 19; 19:8, 9; 20:7, 9; 24:25). Jeremy Thomson, Preaching as Dialogue: Is the Sermon a Sacred Cow? (Cambridge: Grove Books, 1996), pp. 3-8.
     [9] Constantino retuvo para sí el título pagano de Pontifex Maximus, que significa jefe de los sacerdotes paganos. En el siglo XV, este mismo título pasó a ser el título honorífico del Papa católico.
      [10] 1ª Corintios 3:16, Gálatas 6:10, Efesios 2:20-22, Hebreos 3:5, 1ª Timoteo 3:15 y 1ª Pedro 2:5 y 4:17 son pasajes bíblicos que se refieren al pueblo de Dios, no a un edificio. En palabras de Arthur Wallis: «En el Antiguo Testamento, Dios tenía un santuario para su pueblo; en el Nuevo, Dios tiene a su pueblo como un santuario».
     [11] Christianity started in Palestine as a fellowship;
it moved to Greece and became a philosophy;
it moved to Italy and became an institution;
it moved to Europe and became a culture;
it came to America and became an enterprise.
      [12] Murdock, Human Relations Area Files, Naroll.
      [13] Este dominio se debilitó con la llegada del Renacimiento y de la Reforma (siglos XV y XVI) y fue en declive hasta  finales de la Ilustración o del periodo Moderno (siglos XIX y XX). La ilustración intentaba poner la razón por encima de la revelación a través de la filosofía y la ciencia; con el tiempo forzó la separación del poder de la iglesia sobre el del estado (revolución francesa). El estado y la esfera pública que le acompañaba fueron despojados de las influencias religiosas. Nació el estado secular con la ciencia como mediadora de la verdad y el mercado como mediador del sentido. Entre muchas otras cosas, como resultado del periodo de la Ilustración, la sociedad se secularizó y por tanto la iglesia y su mensaje fueron marginados. La cristiandad está muerta como fuerza social, política y cultural y vivimos en lo que acertadamente ha sido llamado era postcristiana; sin embargo, la iglesia debe mantener su llamado primitivo.

© 2013 Josep Marc Laporta  

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5 comentarios:

  1. Anónimo23:30

    Pau Grau:
    Grandiosa y aclaradora perspectiva histórica para visualizar de nuevo la iglesia "in itinere",el movimiento fraternal y trascultural que promovió Jesús. La pregunta sería: ¿por dónde comienza la demolición?

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    1. Anónimo20:12

      Reformada y siempre reformándose.

      Una abraçada Pau.

      Gerson Laporta

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  2. Javier H-S00:53

    A pesar de lo largo que es , se me ha hecho corto. Tengo la sensación de que se ha dejado cosas en el tintero y me sabe mal no poder acabar de disfrutar de todas las enseñanzas. Da para mucho y en realidad dice mucho. Y aunque parezca un contrasentido el artículo es muy completo y renovador, pero me gustaría seguir leyendo algunos detalles que imagino que se ha callado o no ha querido alargar mas. Es mi opinión desde Santander. Javier Hdez-Solano

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  3. Anónimo16:25

    Interesante y muy clara exposición. Tengo la impresión de que la iglesia tal y como la conocimos será una reliquia del pasado, pero con su influencia política cubriéndolo todo. No creo que cambiemos a otro modelo. Todo seguirá igual porque la fuerza de l institución es muy sóida y nada se escapa a los jerifantes del poder religioso. Kim H. -Los Angeles CA

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  4. Andrew McCausland21:21

    Considero que el culto al templo es una parte de los males de la iglesia hoy. No hay iglesia que no tenga un deseo ferviente de tener un local de cultos lo más acomodado posible, ya sea clasico o moderno. Estoy de acuerdo con todo lo que expone y aun mas si miramos como el cutlo al templo sigue siendo nuestra debilidad. Una cosa... me pregunto por qué usa los términos intercultural y supra cultural. Me pregunto si en la distinción hay una explicación histórica o sociológica. Por qué el término transcultural no lo usa? He estado mirando la definición de cada término y me imagino la razón. Entiendo que la supra culturalidad es porque el evangelio,como hecho espiritual, va por encima de las culturas, atravesando todas ellas, como un aspecto cubridor de esperanza sea la cultura que sea. Y supongo que el concepto transcultural hace referencia a la interrelación o la comunicación entre culturas, considerando el cristianismo como una cultura mas. Supongo que la supraculturalidad da a entender que el evangelio es un ente superior que descansa en todas las culturas sin ser parte de ellas, sino iluminación de todas. Me parece interesante la apreciación que hace y no estoy seguro del por que.. Si puede me gustaría una aclaración. Gracias

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