jml

· La adoración hoy


© 2012 Josep Marc Laporta   (del libro 'Adoración y derechos humanos')

1-Lenguajes y dialectos
2-Confusión de términos y conceptos
3-En espíritu y en verdad
4-Antropología de la adoración actual
5-Sociología de la adoración actual
6-Psicología social de adoración actual
7-Escenografía litúrgica de la adoración actual
8-Gestualidad de la adoración actual
9-Lexicología de la adoración actual
10-De la teología erudita a la teología circunstancial

Cada época tiene sus propios lenguajes y tendencias de adoración. En el pasado, cada comunidad religiosa ejerció el acto devocional desde un extenso compendio de alianzas socioculturales. Ningún modelo nació de la nada ni se presentó de imprevisto o repentinamente sino que fue la consecuencia de múltiples contextos y circunstancias que tensionaron los procesos adoracionales. La percepción de la divinidad y la consecuente interlocución responde a distintas gradaciones y procesos en los que la cultura, la política, la organización social, las estructuras de poder, las servidumbres o el sentimiento de pertinencia, imprimen su coloración en un sinfín de matices.

LENGUAJES Y DIALECTOS

Los lenguajes sociales también tienen sus dialectos. En cada periodo histórico las formas de adoración se expresan reguladas por sucesos, corrientes de pensamiento, tendencias o abstracciones deontológicas, éticas o morales. A modo de ejemplo, en la etapa de la Reforma Protestante del siglo XV, el púlpito adquirió una dominante primacía en los contenidos adoracionales. El pueblo llano, que en tiempos pretéritos nunca había podido escuchar una presentación expositiva, directa y audible de la Palabra de Dios, tuvo la dicha de recibirla en una tribuna renovada. Sin embargo, anteriormente ya existían tales plataformas. Llamadas ambones, en ellas se cantaba la epístola y el Evangelio en las Misas solemnes y se anunciaba al pueblo las fiestas; una utilización más litúrgica y social que de contenido espiritual. Pero a raíz de la transformación bíblica impulsada por Martín Lutero y sus coetáneos, aquellos elevados púlpitos adquirieron un renovado cometido: fueron atril y vivo portavoz de exposición bíblica. La adoración comunitaria se congregó alrededor de la Palabra de Dios.
Este suceso, de carácter socioteológico, determinó un nuevo comportamiento colectivo. El pueblo ya no acudiría a los templos a presenciar liturgias, sino a recibir y a entender la Semilla de Vida. En los años y siglos venideros, el púlpito junto a las Sagradas Escrituras fue considerado centro de dilección y admiración devocional; en realidad, sería una comprometida y subordinada dependencia. Gradualmente, la plataforma del púlpito incrementó su altura, dispuso de mayores antepechos o pretiles y se construyeron grandes tornavoces o sombreros superiores (un sistema cóncavo de eco o resonancia para amplificar la voz). Las medidas antiguas de los ambones, rectangulares sobre una plataforma de poca altura, cedieron el paso a una tribuna más hexagonal y elevada, adornándose con elementos propios del estilo histórico correspondiente. Para subir al púlpito, una escalera adornada en piedra o madera acabaría de completar el conjunto arquitectónico de exaltación bíblica.
Los cambios socioteológicos acontecidos respecto a la exposición pública de la Palabra también propiciaron otras transformaciones en cuanto al objeto de devoción. La respuesta de adoración del pueblo no fue mera y exclusivamente un asunto espiritual con su Dios, sino que también propició una atractiva respuesta artística que, pese a su belleza explicativa, en el fondo trastornó el sentido original de dilección. La adoración al Altísimo compitió espacio con el instrumento mediador: el púlpito y su escenografía.

CONFUSIÓN DE TÉRMINOS Y CONCEPTOS

Cada tiempo, cada época y cada periodo histórico tiene sus patrones de adoración y sus dialectos devocionales. Unas veces responden a necesidades del orante; otras, a corrientes sociales y teológicas; y, cómo no, también a nuevas adaptaciones y contextualizaciones históricas.
A día de hoy, la adoración de los cristianos protestantes o evangélicos es entendida como la culminación de la revelación divina. Como si se tratara de un proceso de dispensación universal y progresiva, la devoción contemporánea se presenta como la máxima expresión de la misma adoración. La permanente vinculación conceptual entre adoración y música ha propiciado una persistente y resistente mezcolanza que, en realidad, deforma las enseñanzas de Jesús sobre el tema.
El léxico usual y popular para referirnos a la adoración ha incorporado indisolublemente la música como elemento transportador. El llamado a adorar es, fundamentalmente, una convocación a cantar, a disponer de un tiempo de música y cantos, en un proceso litúrgicamente más o menos estructurado y coordinado. Sin bien este concepto se sustenta preferentemente en una literalidad del Antiguo Testamento, bíblicamente no existe una diáfana correspondencia o ratificación explícita por parte de Jesús. Las enseñanzas del Maestro recogidas en los Evangelios pasan de puntillas o, más concretamente, no llegan a postularse determinantemente sobre una estrecha conjunción entre música y adoración.
Las referencias a la música y al canto por parte de Jesús son tan someras como carentes de pretensión pedagógica y teologal. Una de ellas, la de Mateo 11:11-17, es, básicamente, un apunte de carácter costumbrista:
Desde que vino Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los que usan la fuerza pretenden acabar con él. Todos los profetas y la ley fueron sólo un anuncio del reino, hasta que vino Juan; y, si vosotros queréis aceptar esto, Juan es el profeta Elías que había de venir. Los que tienen oídos, oigan. ¿A qué compararé la gente de este tiempo? Se parece a los niños que se sientan a jugar en las plazas y gritan a sus compañeros: “Tocamos la flauta, pero no bailasteis; cantamos canciones tristes, pero no llorasteis”.

La imagen gráfica que Jesús utiliza tiene como finalidad despertar la mente de sus interlocutores de la insensibilidad, por medio de una representación que en su contexto era muy elocuente y explicativa. La comparativa pretende hacer ver que él es el Mesías esperado, aunque los ojos de ellos estuvieran velados a la realidad y no fueran capaces de aceptarlo.

Otro de los pasajes de los evangelios que hace referencia a la música es una información puntual a una también puntual entonación musical de Jesús con sus discípulos: “Después de cantar los salmos, se fueron al Monte de los Olivos” (Mateo 26:30).[1] La escueta referencia al canto es una palpable muestra de la habitual participación de la música en la expresión espiritual de los discípulos y de Jesús; pero ello no entraña una enseñanza concreta ni un aleccionamiento a una adoración preferentemente musicada.
Distintos pasajes de los Evangelios parecen dar a entender un ambiente de canto y adoración entonada. Lucas 1:46-55, comúnmente denominado el Magníficat, es una declamación verbal que pudiera haber sido o no musicada. La tradición teológica ha supuesto que éste fue el principio de la himnología cristiana, pero no hay ningún dato determinante que nos lo pueda confirmar. El Benedictus  (Lucas: 1:68-69) también es elevado a canción, pese a que la cita bíblica informa de una profecía hablada. Por su parte, el supuesto canto de los ángeles en la noche, pronunciando “¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la tierra entre los hombres que gozan de su favor!”, podía haber sido un canto, una exclamación o una expresión fervorosa; pero solamente tenemos la confirmación de la verbalización. Asimismo, Simeón (Lucas 2:29-32), en su declive terrenal, alzó unas palabras que la tradición ha otorgado el valor de himno.
La memorización de aforismos, adagios, refranes, proverbios, frases o expresiones coloquiales era una de las habilidades sociolingüísticas del pueblo hebreo; un comportamiento social previo de la tradición escrita. Por tanto, la poesía modulada era una de las formas habituales de declamación en los hebreos. En realidad no estaba considerada como canto, pero por su musicalidad e instintiva repetición podía dar lugar posteriormente a cantos más formales. Los pasajes de Lucas antes referidos podrían haber formado parte de este tipo de declamación musicada, aunque para llegar a ser un canto formal tendrían que haber sido repetidos por los propios contemporáneos. Que el evangelista los retuviera y los reescribiera nos invita a pensar que podrían haber formado parte de dichas odas moduladas, transmitidas culturalmente. No obstante, emparejar estas locuciones y expresiones a una adoración musicada, y determinar que los Evangelios enseñan que adoración y música van unidos estrechamente, queda muy lejos de la realidad y de los propósitos bíblicos.
En los tiempos de Jesús el ritual del pueblo estaba confeccionado a base de cantos concretos para los distintos días de la semana y otros para ocasiones especiales. En el ritual de la adoración judía había música, dirigida por un coro de levitas y con la participación de sacerdotes tocando a intervalos, mientras el pueblo se postraba en adoración. La participación de los levitas y de la música tenía la finalidad de dirigir al pueblo a entonar los salmos y los cantos determinados por las correspondientes épocas litúrgicas hebreas. Pese a que la casta levítica no pasaba por sus mejores momentos ministeriales, debido a una multitud de discusiones sobre cómo debían ejercer su ministerio y a ciertas reivindicaciones de grupo, Jesús nunca hizo ninguna referencia o alusión al ministerio levítico ni a una adoración musicada. Es muy probable que tanto en su niñez, juventud y vida ministerial, el Maestro participara en todas y en cada una de las actividades litúrgicas de la sinagoga o del templo; pero su silencio ministerial sobre la música define muy bien cuáles fueron su prioridades y enseñanzas a la incipiente iglesia.

En los últimos decenios, la adoración comunitaria alrededor del mundo ha quedado afectada por una endémica confusión teológica y sociológica entre música y adoración. En lo teológico, porque la interpretación bíblica ha evolucionado más de acuerdo a una visión veterotestamentaria que neotestamentaria, además de literalista; y, asimismo, como defecto de contenido, se ha entregado más a las enseñanzas de alabanza y adoración del Apocalipsis que a las propias palabras de Jesús. Y en lo sociológico, porque el gran desarrollo teórico, técnico y sociocultural de la música ha propiciado una gran dependencia de este arte, en detrimento de otras manifestaciones creativas. Otra de las razones sociológicas radica en la gran influencia que la revolución tecnológica, electrónica e informática ha ejercido en la forma de acceder a la cultura de consumo de la juventud. Los avances acontecidos en el último siglo en estos tres ámbitos, ha tenido en los jóvenes los receptores más cualificados y dispuestos. Sus naturales y socializadas habilidades creativas se han visto potenciadas por las nuevas tecnologías de composición, grabación, edición, exposición y difusión.
Mientras tanto, la Iglesia ha vivido abstraída con las novedosas posibilidades que ofrecían los vertiginosos nuevos tiempos, arrastrada por renovadores postulados teológicos, y ausente de la más atrevida reflexión sobre el tema. La observación y educación bíblica, tradicionalmente ejercitada en temas de alta profundidad teológica y acentuadamente dogmática, se vio superada por la velocidad de los cambios sociológicos y los novedosos y atractivos postulados de praxis teologal. Si bien la tradición musical del cristianismo, históricamente había deparado continuas confrontaciones sobre formas, representaciones y conveniencias estéticas, (por ejemplo, la implantación del órgano como instrumento de acompañamiento congregacional (s. XVII), la introducción de cantos no salmódicos (s. XVI) o la controversia entre himnos y alabanzas (s. XX)), la magnífica aceleración tecnológica, electrónica e informática narcotizaría la capacidad de atención y reflexión.
En el cristianismo de todas las épocas, la música siempre fue entendida como un regalo dado por Dios al hombre para su bien y para alabanza del Altísimo. Sería interminable reseñar todos los acontecimientos históricos en los que la música fue parte indisoluble de la experiencia cristiana. Su participación en los cultos y celebraciones cristianas tuvo gran repercusión en la manera de entender y conocer a Dios. Por medio de la música se aprendieron textos bíblicos que proporcionarían consuelo al alma. Mediante los cantos, comunidades de fe elevarían su corazón a Dios, ofrendándole alabanzas y loores. Y a través de nuevas melodías, los creyentes alimentarían su espíritu acercando a la tierra un pedazo de cielo. No obstante, nunca antes la música quedaría tan ligada conceptualmente al concepto y acto de adoración comunitario, ni ambas tan supeditadas entre sí.
Comúnmente y en la actualidad, en la mente del adorador se relaciona de manera inseparable el concepto de que música, canto y adoración son una misma cosa. Un criterio que esquiva las enseñanzas de Jesús sobre adoración. Un razonamiento extremadamente supeditado a una tendenciosa exégesis del pasaje bíblico del Maestro con la mujer samaritana (Juan 4), donde el Salvador manifiesta el modelo de adoración que la Cruz inaugurará. Algunas interpretaciones contemporáneas de este texto lo sitúan fuera de contexto, en consonancia con una espiritualidad altamente evocadora que alcanza su cénit con el sustentáculo de una música sugerente y sugestiva.
Los moldes de la adoración actual tienen como sello inequívoco la música. Y como fruto de la persistente y monopolizada utilización de este arte se produce un indeterminado paroxismo espiritual. La resultante es una adoración confinada a la exaltación desmedida de los afectos y las pasiones. Por consiguiente, la música, como transmisor sensitivo y emotivo, ejerce de conmovedora y susceptible provocación hacia una espiritualidad seducida.

EN ESPÍRITU Y EN VERDAD

La invitación de Jesús a la mujer samaritana a una adoración en espíritu y verdad es una proclamación universal de absoluta reforma, tanto de fondo como de estructura devocional. El cambio será radical. Reverenciar la divinidad no dispondrá nunca más de una dirección social ni enclave geográfico, con las dependencias emocionales y de afiliación que ello significaba. Anteriormente, los debates y controversias sobre dónde y cómo adorar avivaban discusiones especuladoras y baldías. La adoración era un monopolio religioso y de enfrentamiento social, ya que entre judíos y samaritanos existían rivalidades imposibles de superar, con perpetuas disputas que provocaban nuevas contiendas. El círculo vicioso se vislumbraba interminable.
La revolucionaria propuesta de Jesús no sólo prescribía el lugar o los lugares de adoración sino que, esencialmente, transformaba el concepto en sí. El sacrificio de la Cruz inauguró un nuevo tiempo de salvación universal sin dependencias de ninguna clase, ni de supremacía racial, ética o social. La Cruz situó a toda la raza humana delante de Dios con una sola perspectiva de salvación y redención.
La liberación que divulgó Jesús fue un acto vicario y universal, sometido a la aceptación individual y al compromiso personal. Por ello, la invitación a la mujer samaritana a adorar en espíritu y verdad va en plena consonancia con la universalidad de la Cruz, no exclusivamente a nuevas disposiciones de contenidos devocionales, sino respecto a la liberación del pecado. Ésta es la peculiaridad y originalidad de la adoración propuesta en Juan 4.
Habitualmente se acostumbra a observar el llamado de adoración en espíritu y verdad desde una perspectiva religiosa y costumbrista contemporánea. En realidad, es una reproducción de los anacronismos judíos y samaritanos; es decir, dónde y cómo adorar: un retorno a lo ritual, lo litúrgico, las formas, los procedimientos, los modos de adoración, aunque con localizaciones de estética espiritual. Pero Jesús no propuso un nuevo modelo de adoración estética y léxica de la espiritualidad, sino una profunda y radical transformación espiritual sustentada en la aceptación de su sacrificio en la Cruz. Cuando comunica a la mujer samaritana que “los que de veras adoran al Padre lo harán de un modo verdadero, conforme al Espíritu de Dios. Pues el Padre quiere que así lo hagan los que lo adoran” (Juan 4:23), el Maestro expone que nunca más un lugar, situación o cosa será determinante para adorar, sino la comunicación espiritual entre el Padre y el orante, en una nueva disposición del corazón y con la admisión absoluta de la verdad revelada en la Cruz por el propio Cristo, como hijo de Dios (Juan 14:6).

ANTROPOLOGÍA DE LA ADORACIÓN ACTUAL

Antropológicamente, a cada sociedad y a cada individuo le corresponden sus propias supersticiones. Nada ni nadie está exento de ellas. Las supersticiones existen, tanto en la fe cristiana como en las religiones ancestrales de la Amazonia o de África. El amuleto, el fetiche o los actos mágicos son consustanciales con la temporal existencia del ser humano. Ninguna cultura, por muy avanzada que se considere, se libra de la servidumbre individual y social de creer con dependencias psicológicas. En realidad, la superstición es una dependencia psicológica a referencias físicas o no físicas que calma el alma de creyentes y no creyentes, de escépticos, ateos y agnósticos. La superstición es una fe ignorante en su origen y en su desarrollo, sea intencionada o no.
Más allá de la capacidad de confianza y creencia, la fe, sea cual fuere su posterior desarrollo, es una absorbente necesidad de trascendencia existencial de todo ser humano. La fe, como anhelo de confianza hacia lo divino, convive en el hombre y la mujer desde su llegada a este mundo. El autor de la Epístola a los Hebreos lo expone en los siguientes términos: “sin fe es imposible agradar a Dios” (11:6), una afirmación de relación con la deidad que también es una declaración sobre la antropología de la fe: innata expresión comunicativa del espíritu humano que le impulsa a creer ante el acecho de la duda, la incertidumbre o el vacío.[2] Desde un sentido antropológico, la fe, ya sea consciente o inconsciente, ignorante o ilustrada, intuitiva o recelosa, es el medio por el cual se pretende alcanzar la divinidad, en su sentido genérico. Sin embargo, la fe puesta en el Dios revelado en la Biblia es la confianza bien colmada.
La adoración cristiana contemporánea coexiste muy sutilmente entre fe y superstición. Cohabita con la fe, pues se dirige al Dios Padre revelado; y con la superstición, porque, para encaminarse, muchas veces toma prestados elementos de amuleto, fantaseando estéticamente con recursos que adquieren connotaciones mágicas, seductoras o encantadoras. El adorador recurre con excesiva facilidad a la fe supersticiosa al otorgar disposiciones sobrenaturales a elementos de la adoración, como la música representativa y reiterativa, un hábitat espiritual conclusivo, una escenificación espiritual progresiva y concéntrica o la indisoluble asociación entre adoración y arte musical.
Uno de los aspectos a destacar, altamente manipulador de conciencias y actitudes, es la utilización de la fe supersticiosa como estrategia de control sobre la masa y sus individuos. Cuando los elementos propios de la fe y la devoción no parecieran resultar suficientes para avivar o espolear espiritualmente a una comunidad y a sus integrantes, la religión o la espiritualidad revestida de superstición es el recurso de manipulación más utilizado por los prohombres de las observancias religiosas. Como sucedió en el pasado con liturgias colmadas de misterios, sacramentos y símbolos escénicos, en la actualidad el control psicológico del grupo crédulo se realiza mediante otros elementos y componentes supersticiosos. En todas las denominaciones o confesiones cristianas se observan dichos mecanismos de control, con la fe supersticiosa como garante de espiritualidad y fidelidad a Dios. Como señalé anteriormente, en el cristianismo evangélico hay indudables muestras léxicas y estéticas que, por su reiterada convocación, utilización y persistente pedagogía manifiestan que existe una latente superstición de prácticas. Los formatos persistentemente asociativos entre adoración y música son propensos a ostentar una fe supersticiosa que, si en su origen pudiera ser sincera, en su elaboración es una fe extremadamente dependiente de patrones y esquemas que se postulan como auténtica fe, pero que en realidad no son más que supersticiones adoracionales.
A día de hoy, la inmanente confusión entre adoración y música queda al descubierto por la constreñida homogeneidad que el cristianismo evangélico ha tejido al culto, al ritual y la devoción comunitaria. Una oleada de uniformidad ha venteado cualquier otra manifestación adoracional que no fuere la simbiosis música-adoración. Además de desbaratar ciertas tradiciones culturales y antropológicas que tenían su propia forma de expresión cultual, el cristianismo evangélico ha obviado y desaprovechado las enseñanzas de Jesús sobre adoración. Por una parte, el Maestro nunca se refirió a la música como fuente de adoración, ni preferente ni exclusiva ni de obligada participación; y, por otra, el Salvador desenmascaró cualquier devoción sometida a la inflexibilidad de cualquier enclave, ya fuere geográfico, estético o léxico. Junto a la adoración en espíritu y en verdad, que sitúa la Cruz y la salvación en el centro objetivo de la fe, la antropología de adoración apuntada en los Evangelios emplaza al prójimo como referencia permanente de la devoción, sin hábitos ni supersticiones conductuales y condicionantes que interfieran el itinerario espiritual de la genuina adoración.

SOCIOLOGÍA DE LA ADORACIÓN ACTUAL

Los grupos se construyen preferentemente desde las relaciones comunitarias. Sin vínculos, lazos y conexiones humanas no existiría grupo. Pero también pueden existir individuos organizados aisladamente para un fin común, como sucede en los conciertos musicales seculares, en los que distintas personas, de manera individual y unilateral, se reúnen en torno a un evento artístico con el reclamo de un cantante, grupo musical o músicos. No obstante, para que exista un grupo formado y consolidado debe haber unos vínculos y afinidades que los conecten entre sí y, al mismo tiempo, un objetivo común.
En su estructura y formación sociológica, la adoración eclesial contemporánea reúne los tres ámbitos citados: relaciones comunitarias y transversales, individualidades organizadas para un fin análogo y, por último, un objetivo común. Un culto o una celebración de adoración es, en esencia, una multitud de relaciones más o menos cercanas, adyacentes o fraternales que previamente se han articulado en torno a un propósito común: el acto de adoración. No obstante, también es una serie de individualidades paralelas que, organizadas independientemente por un objetivo compartido se congregan para una experiencia comunitaria.
A diferencia de otros tipos de agrupación y manifestación social, la adoración cristiana es capaz de unificar en sí misma todas las variantes de asociación. Tal y como se manifiesta en la actualidad, el acto cúltico puede ser tan impersonal como personal; es decir, el congregante puede adorar desde la interdependencia a la comunidad como desde la individualidad, ya que el objetivo común adorar a Dios puede llegar a prescindir de las relaciones horizontales. Es por ello que la adoración contemporánea se caracteriza por una específica y persistente verticalidad, además de un latente aislamiento cognoscitivo respecto a la razón de la misma adoración. Los cantos reiterativos, la gestualidad ensimismada y abstraída, los rostros introspectivos y la concentración espiritual y psicológica hace de la experiencia adoracional una trama codiciosamente mística y espiritualmente hedonista. La retroalimentación del misticismo como acceso a la comprensión de la divinidad es una de las carácterísticas de las devociones ausentes, falseando el contacto con la realidad.

PSICOLOGÍA SOCIAL DE LA ADORACIÓN ACTUAL

Las masas son susceptibles de su propia creencia. El grupo, como libre organización masificada, es cautivo de sus propios credos. Las excitaciones internas que genera, moviliza las expectativas y las retroalimenta. La impulsividad, la movilidad e irritabilidad de las masas provoca que lo sobrenatural y lo religioso amplifique sus consecuencias y trascendencias; aunque, en realidad, es posible que muchas veces la divinidad no se manifieste como el orante pretende o supone, pese a que sienta o crea que desciende con manifestaciones de poder.
Por lo general, la masa es muy dócil a las sugestiones. Las imágenes evocadas en su espíritu son tomadas como realidades. Y aunque en todos los individuos que componen el grupo, las imágenes evocadas no sean análogas o similares, sí que existe una equiparación en el comportamiento psicológico. Expresado de otro modo, en las reacciones del grupo masificado tanto el sabio como el necio equiparan sus sentimientos, pensamientos y actitudes. Cuando en una masa atenta y dispuesta, a los mecanismos de la sugestión humana se une la fascinación por lo divino desde sus propias carencias o necesidades, la manipulación psicológica puede resultar muy evidente y, en algunos casos, determinante.[3] Este trasvase de lo sociológico a lo psicológico comporta una serie de conductas condicionadas.

En la adoración musicada de nuestros días, las evocaciones espirituales acostumbran a elevar el espíritu hacia el hedonismo de los sentidos. A diferencia, por ejemplo, de los religiosos del medievo o de los místicos del siglo de oro español en los que su pietismo les llevaba a la mortificación del cuerpo, el misticismo adoracional del siglo XXI dirige al creyente al placer de los sentidos espirituales y a un hedonismo del espíritu.
El contraste entre ambos escenarios históricos es concluyente: mientras el religioso o el orante del siglo XVI recurría a la flagelación del cuerpo, a la pobreza, a la actitud menesterosa y a la austeridad y abstinencia para edificar su fe, el creyente del siglo XXI se acoge a una estimulante estética placentera de los sentidos para adorar. Las diferencias entre ambas etapas históricas manifiesta más una evolución ilustrada del ser humano que un cierto y consistente crecimiento en la percepción y comprensión del auténtico mensaje de Jesús. La psicología de la exageración y el simplismo, tan habitual en las masas, se da cita en muchas de las actuales ostentaciones religiosas. La simbiosis entre adoración y música es una muestra más de dicha psicología grupal, que no quiere enfrentarse ni a la duda ni a la incertidumbre, atendiendo siempre a las manifestaciones extremas para fortalecer los mínimos de creencia.
La experiencia de la adoración es sentida y presumida por muchos cristianos como la cúspide de su espiritualidad, como la culminación o plenitud de su fe. En la psicología popular del adorador actual, uno de los móviles de crecimiento espiritual es la prevalencia del conocimiento de lo que se siente antes del discerninimiento de lo que se cree. Por este camino, la estimulación de los sentidos llega a convertirse en prueba y ensayo de espiritualidad y en fuente de convicción y seguridad cristiana. En este escenario adoracional, la fe, para ser cierta, ha de ser preferentemente percibida por sensaciones atractivas: una fe estimulada y verificada por los sentidos espirituales más hedonistas del creyente. Es por ello que la música, por su naturaleza espiritual, ha alcanzado tan alta aceptación y participación en la Iglesia contemporánea; su intangibilidad congenia perfectamente con la esencia de la espiritualidad religiosa.
En muchos de los comportamientos rituales actuales, la adrenalina que proporciona la adicción emotiva y placentera a la adoración condiciona el comportamiento de los fieles. Sin poner en duda la sinceridad ni las sanas intenciones de cada creyente, sí que hay que poner en tela de juicio la generalizada dependencia psicológica al sentido hedonista y anhelo de placer espiritual. El instinto natural del ser humano es ir detrás de todo aquello que le produzca placer, que le guste y seduzca, evitando todo aquello que le prive de ese deseo o que signifique sufrimiento. Por consiguiente, ante una decisión determinada, cualquier persona optará preferentemente por el instinto del placer, decidiendo, si es necesario, en contra de la realidad.
El ser humano se mueve por dos principios genéricamente antagónicos: el del placer y el de la realidad. El principio del placer contrasta con el de la realidad. En la inmensa mayoría de nuestras decisiones, el innato sentido de inclinación al placer es lo que nos impulsa a preferir u optar por una actividad, una relación, un acuerdo o cualquier otra acción, trabajo, quehacer o actitud. No obstante, muchas veces el principio y deseo de placer contrasta con el de la realidad, que nos informa que la opción que nos sugiere el sentido del placer no tiene consonancia con las circunstancias, con el contexto, con la situación, con las perspectivas futuras, con nuestra ética o con lo que de verdad nos conviene. Por lo tanto, a pesar de que el principio del placer guía la mayoría de nuestras acciones, a menudo sucede que no optamos por él, sino que valoramos más allá del deseo y tomamos el camino del realismo, sacrificando el instinto del placer para actuar con responsabilidad.
Por lo general, la adoración comunitaria actual tiene una seria dependencia del instinto psicológico de placer, dejándose llevar por la insaciable adrenalina que proporciona el desbocado deleite de la espiritualidad subjetiva y del modelo de adoración autosatisfactorio, ignorando que hay otra verdad que no se contempla y que, precisamente, es la realidad. La concéntrica experiencia adoracional de algunos cultos evangélicos es más producto directo de un anhelo hedonista de carácter espiritual que de una honesta expresión de adoración. El modelo concéntrico se asienta sobre la premisa de que un determinado proceder de adoración es la mejor opción para el establecimiento de una atmósfera, para el acceso a la transformación en la presencia de Dios, para una fulgurante entrada del Espíritu de Dios y para la introducción dinámica de las obras de poder. Estos conceptos, aceptados generalmente y sustentados preferentemente en modelos del Antiguo Pacto pero alejados de las enseñanzas de Jesús en los Evangelios, propician un convocado circuito del placer y la retroalimentación subjetiva y emotiva, fortaleciendo una espiritualidad más dependiente de los estímulos placenteros de la adoración que de la respuesta consciente y realista del cristiano ante su Dios.
           Jesús sostuvo sus propias luchas espirituales en la toma de decisiones. En muchas ocasiones tuvo que elegir entre el principio del placer o del realismo. Tuvo que decidir si sus sentidos e instintos humanos eran conducentes para atender la alta misión redentora a la que había sido enviado. Ante Satanás, el Salvador contestó de la forma más contundente y concisa para vencer la tentación y las propuestas cortoplacistas y placenteras del tentador (Mateo 4:1-10; Lucas 4:1-13). Junto a Pedro, Jacobo y Juan, Jesús se transfiguró y habló con Moisés y Elías. Los discípulos pretendieron tejer una enramada para quedarse allí. El Maestro los instruyó sobre la visión, pero seguidamente los retornó a la realidad de la misión, cercana a las gentes y menos placentera que la visión (Mateo 17:1-15; Marcos 9:1-10). Al ver que se acercaba su hora de ser entregado y morir, Jesús se pregunta si debe pedir al Padre para que le libre del proceso (Juan 12:27). En el Monte de los Olivos, Jesús, en oración y súplica, dio prioridad a la voluntad del Padre por encima de su propio deseo (Lucas 22.42).
           Como instinto de supervivencia emocional, el ser humano prefiere resolver cualquier decisión atraído por el principio del placer. No obstante, el sentido de la responsabilidad nos lleva a asumir que la realidad debe ser atendida convenientemente. Son cuestiones personales que pertenecen al libre arbitraje individual y que constantemente nos ponen en el complejo escenario de las decisiones. Pero en la psicología colectiva también acontecen procesos de decisión que obligan a que el grupo y/o sus representantes deban ejercer una atención y vigilancia sobre los aspectos que les son comunes. Muchas veces, la psicología del grupo especialmente en una organización más globalizada e impersonal se deja conducir simpáticamente por la tendencia más inocente y espontánea: la del principio del placer. Si no existe una oportuna atención y corrección es muy probable que los objetivos del grupo se vean condicionados y orientados hacia procesos puramente hedonistas y de satisfacción corporativa. En la mayoría de las actividades masivas, como conciertos musicales, mítines políticos o concentraciones deportivas se puede observar cómo la dejación de responsabilidades de criterio realista propicia un desbocado incremento de los sentidos lúdicos, a pesar de que el grupo disponga de objetivos claros y bien definidos. Si en la adoración comunitaria, además de la tendencia propia de la asociación o grupo, se le suma un criterio de adoración concéntrico, es muy probable que estemos ante una progresiva desfiguración ética del culto cristiano y su esencial función de edificación por medio de la alabanza a Dios y su glorificación en las vidas de los creyentes.

La adoración de la iglesia contemporánea también ha crecido a la par de los procesos sociológicos y de la psicología occidental de nuestro siglo. Los veloces cambios sociales acontecidos en los últimos setenta años han tenido una estrecha relación y dependencia con las vertiginosas transformaciones tecnológicas y científicas. En realidad, lo primero es fruto de lo segundo. Estas dinámicas novedades ha propiciado la estimulación de los sentidos de consumo, abundancia y derroche. La anterior y ancestral alianza de destino entre hombre, tierra y naturaleza, posteriormente ha dado paso a la supremacía tecnológica y psicológica del hombre sobre su entorno. Consecuentemente, el sentido de ambición y avaricia de dicha hegemonía ha favorecido nuevas variedades de consumismo: la monopolización, la especulación, el almacenamiento, la acumulación y la absorción.
La adoración de consumo, abundancia y derroche también es un modelo religioso que incorpora la monopolización, la especulación, el almacenamiento, la acumulación y la absorción. En la psicología del adorador del siglo XXI se vislumbran parecidas características: una unificación y monopolización de criterios adoracionales, una inequívoca especulación sensorial respecto a su proceso, la acumulación de experiencias y vivencias subjetivas, y la anulación de cualquier manifestación peculiar, antropológica y cultural. Esta realidad contrasta con el modelo de adoración que enseñó Jesús, que hizo de su acto vicario en la Cruz un enclave de adoración a Dios inmutable y permanente, relacionando el acto devocional con el contexto social y espiritual del prójimo, con la primordial pretensión de restaurar universalmente lo que el pecado destruyó.

ESCENOGRAFÍA LITÚRGICA DE LA ADORACIÓN ACTUAL

Tradicionalmente, la adoración comunitaria ha sido un acto dependiente de la escenografía. Es razonable. La puesta en escena ha permitido al adorador comprender la divinidad por medio de la interpretación visual y sensorial. En el presente, las nuevas tecnologías han sustituido los antiguos formatos que evocaban la divinidad desde la arquitectura, el silencio, la solemnidad y la formalidad. La música amplificada, con la estética de los instrumentos electrónicos, sus conexiones y espaciosa disposición en el estrado es la fidedigna escenificación de un cambio de ciclo. Aquella gran Biblia, permanentemente abierta por las páginas de los Salmos o de Isaías que habitualmente presidía los cultos, en muchos casos quedó desplazada por la subida al escenario de los instrumentistas y grupos de alabanza. Un auténtico cambio estético y escenográfico que simboliza una velada transformación teológica de la iglesia contemporánea: la sustitución de la centralidad de la Palabra por la centralidad de la música adoracional.[4]
La tradicional iconografía escénica, proveniente de la Reforma Protestante del siglo XV, en la que el descubrimiento de la sola scriptura, sola gracia y sola fe priorizó la autoridad de la Palabra por encima de cualquier otra experiencia espiritual o religiosa, fue sustituida por nuevas y flamantes teologías. La música, la alabanza y un emotivo proceso de adoración auspiciado prácticamente en interpretaciones adoracionales veterotestamentarias, reemplazaron las antiguas disposiciones cúlticas. Los antiguos himnos se verían relegados a una participación más simbólica. Los tradicionales organistas quedaron confinados a una escueta contribución como acompañantes de algún himno representativo de viejas épocas. Los nuevos músicos coparon el escenario y sus aledaños, proponiendo a la congregación una interpretación más viva de los cantos, más acorde a los tiempos y, consecuentemente, más ceñida a un proceso de sucesión musical.
Los cambios también alcanzaron a las formas de expresión. La solemnidad silenciosa y reverente dio paso a una locución más celebrativa. Las manifestaciones dejaron de ser tan sosegadas e introspectivas, volviéndose mucho más extrovertidas y exteriorizadas. La expresividad general es más abierta y participativa, lo que proporciona al culto un sentido más natural, espontáneo, comunitario y corporativo. Pese a que esta última realidad parece un avance en la psicología comunicativa de las congregaciones, paradójicamente la nueva experiencia adoracional impone un semblante más vertical, con hábitos permanentes de manos alzadas y ojos cerrados, lo que parece incomunicar entre sí a los fieles, acercando la experiencia de adoración a una introspección emocional que, en no pocas congregaciones, llega a rayar el delirio psicológico, mientras que en otras se pretende o se anhela por mimesis.
La escenografía de la adoración actual tiene un componente de aislamiento corporativo. Participa unida y cohesionada, pero es una cohesión unilateral. Sitúa al receptor de la adoración, a Dios, en una entronización cercana en lo psicológico, pero distante de la cordialidad comunitaria. Es decir, el adorador se comunica paralelamente con la deidad para alcanzarla y sentirla, pero prescindiendo en gran parte de los beneficios de la colectividad, que participa esencialmente como complemento avivador. La escenografía resultante es un grupo de personas espoleado por la música y una latente motivación direccional, pero desconectados entre sí del contacto con la realidad, propiciando una experiencia marcadamente subjetiva y hedonista de espiritualidad.
Sin entrar a priori en ningún juicio de valores espirituales, constato que la escenografía de la adoración actual invita a la supremacía de la experiencia y a la evocación de los sentidos espirituales en primera persona, psicológicamente dependiente del comportamiento del grupo. El gran avance que en la segunda mitad del siglo XX significó la transformación musical y textual, con la renovación y sustitución de los antiguos himnos por nuevas composiciones más adaptadas a los tiempos, ha quedado prácticamente inhabilitada, entre otras cosas, por la preeminencia de la escenografía de masas que potencia una individualidad sometida. Anteriormente, la escenografía del culto básicamente dependía de la liturgia de los oficiantes, de sus tempos, de sus actos y movimientos escénicos, de un orden establecido y de un proceso ritual. A día de hoy, la escenografía de la adoración comunitaria es esencialmente una sucesión enhebrada de elementos litúrgicos y cantos entusiastas o sosegados, escenificados comunitariamente con gestos de contrición, algazara, regocijo, expiación o clemencia. La manifestación comunitaria prevalece por encima de la singularidad y peculiaridad de sus fieles por la influencia y preponderancia de la masa, condicionándolos.
La escenografía actual también incluye un volumen alto, con los instrumentos musicales por encima o al mismo nivel que las voces de la comunidad, lo que propicia una sonoridad marcadamente absorbente y dominadora.[5] Si la alabanza cantada es la voz libre del creyente que se eleva a Dios para exaltarlo y glorificarlo, con la preponderancia de la música amplificada por encima de las voces de los fieles, a día de hoy y en la mayoría de los casos, el canto comunitario se convierte en una actividad tutelada y maniobrada. El silencio solemne que en siglos precedentes delimitó las celebraciones cúlticas, en la actualidad ha quedado reemplazado por un sonido continuo y persistente. Pese a que también existen espacios de silencio y solemnidad, básicamente son un contrapunto escénico para alcanzar un supuesto y pretendido estado de intimidad con Dios en el que las emociones individuales quedan condicionadas por comportamientos y procedimientos extremos.
Un concepto que también se ha implantado en el imaginario del ritual contemporáneo es la indisolubilidad del tiempo de adoración. La adoración propuesta es un espacio, un bloque, un periodo de tiempo en el que los creyentes viven una singular y exclusiva experiencia con Dios. Desde esta perspectiva, todo lo que sucede es adoración, por lo que la liturgia, la estética y la escenografía del acto se transforman en un proceso ascendente hacia una suprema intimidad con Dios. En realidad, es una vuelta a los lugares sagrados del judaísmo, donde el sacerdote iba entrando y pasando por distintos aposentos santos hasta que llegaba al lugar santísimo, alcanzando, a través de un sacrificio, la misericordia de Dios, su gracia y benevolencia (Hebreos 9:1-12).[6]
No es necesario apuntar que este modelo no tiene parangón ni corroboración en el Evangelio de la Buena Nueva de Jesús. Si la adoración es espacio, tiempo y ocupación concreta, ¿qué sucede fuera?, ¿hay adoración más allá de una escenografía cúltica?, ¿existen otros elementos que no poseen representación unitaria en el tiempo de culto y que también es adoración? La homogeneidad y exclusiva sucesión de elementos en un mismo espacio, tiempo y lugar para otorgar rango de adoración a todo un contenido no confiere, por su sola y única presencia, categoría de adoración. Es decir, una liturgia y su escenografía, por muy preparada, coordinada o espontánea que fuere no le adjudica per se identidad. Si la adoración es más una actitud que una acción, y es la respuesta devocional, íntegra e integral del creyente en cada momento del día hacia su Dios, ¿por qué razón la adoración cúltica ha de ser obligatoriamente un paquete completo en un proceso ascendente y consumado? ¿Por qué razón no pueden existir otros elementos y formas litúrgicas, estéticas y escenográficas que sean adoración por su propia singularidad, sin depender de los condicionantes psicológicos de una estructura cúltica progresiva?
La iglesia actual tiene una nociva dependencia de los procesos ascendentes de adoración, donde todo ha de suceder con un fin y propósito predefinido: alcanzar la intimidad con Dios en un estado de adoración que depende más de algún proceso psicológico que de la transformación de la mente y del espíritu. Ligar y encadenar todos los elementos litúrgicos en una obligada y progresiva concepción devocional, manipula la percepción espiritual de los fieles y los invita a creer que la adoración básicamente es un proceso en el que el gran objetivo es acariciar e intimar con la divinidad, en un espacio, un tiempo y una ocupación concreta.

Toda adoración comunitaria tiene su liturgia y escenografía, y todas son legítimas cuando desde la consciencia de individualidad y honestidad crecen copartícipes con la expresión comunitaria. A la inversa supremacía escénica y conceptual de la masa sobre el individuo supone la anulación de la perspectiva, de la responsabilidad ética y del discernimiento integral de lo que realmente significa adoración. Adoración no es únicamente un tipo de escenografía litúrgica, con la música como elemento conductor y avivador, sino la reflexión y reacción consciente y cabal del cristiano en respuesta de la intervención de Dios, de su magnanimidad e incontables bendiciones. Por supuesto, bíblicamente, esta respuesta también abarca al prójimo y sus necesidades.

GESTUALIDAD DE LA ADORACIÓN ACTUAL

Los gestos, las muecas y los movimientos del cuerpo es locución que anuncia el pensamiento, modos de comportamiento y una psicología conductual del creyente. En todas las épocas han existido modos y formas de expresión que han pretendido simbolizar el estado del alma que adora. La Biblia narra entrañables escenas de adoración, como Elías en el Monte Carmelo, postrado en tierra con el rostro entre las rodillas (1ª Reyes 18:42), o Jesús, que de rodillas oró (Lucas 22:41). Asimismo lo hicieron los apóstoles, Pedro (Hechos 8:40) y Pablo (Hechos 20:36). No obstante, la costumbre judía también era orar mirando hacia el cielo, como Jesús lo hizo al glorificar al Padre cuando quitaron la piedra del sepulcro donde yacía Lázaro (Juan 11:41), o al bendecir los panes y los peces (Mateo 14:19).
Los ojos participan en el lenguaje de la adoración. Jesús indicó que son la lámpara del cuerpo (Mateo 6:22) y glorificó al Padre con los ojos alzados al cielo (Juan 17:1), al igual que los Salmos mencionan oraciones con ojos que se levantan hacia el Señor (Salmos 15:15; 123:1). Las manos también toman parte de la adoración. El salmista expresa su compromiso declarando “toda mi vida te bendeciré, y a ti levantaré mis manos en oración” (Salmos 63:4; 141:2), y suplica que el Señor oiga sus gritos cuando pide ayuda, extendiendo sus manos hacia su santo templo (Salmos 28:2; 134:2; 143:6). En su epístola, Pablo invita a Timoteo a levantar manos santas sin ira y contienda (1ª Timo-teo 2:8). Las apócrifas Odas de Salomón recuerdan el significado primitivo de este gesto: “Extendí mis manos y proclamé santo a mi Señor. La extensión de las manos es el signo de Él, y mi estar de pie, el madero enhiesto. Aleluya” (Odas 27 y 42).
El lenguaje del cuerpo no termina con los textos bíblicos del Antiguo y Nuevo Testamento, sino que adquiere nuevas formas y prácticas, con aseveraciones como la de Tertuliano (160-220): “No solamente elevamos las manos, sino que las elevamos en cruz como el Señor en la pasión, y con esta actitud confesamos a Cristo” (Sobre la oración, nº 14). En las Galias, el obispo Cesario de Arles (503-542) prescribe a sus fieles que inclinen su cuerpo cuando el sacerdote ora en el altar, que se arrodillen para orar, que flexionen la cabeza para recibir la bendición. Estos gestos son signos de humildad que intentan tener relación con la actitud del publicano que, al contrario del fariseo que permanecía erguido, no se dignaba a levantar sus ojos al cielo por su condición pecadora. El ejemplo será a menudo retomado a lo largo de la Edad Media.
Las formas ascéticas del desierto son consideradas por Macario (250-335), que se pregunta cómo hay que orar: “No es necesario usar muchas palabras. Es suficiente con mantener las manos elevadas”. Orígenes (185-254) dice preferir a toda otra actitud, aquella que consiste en elevar las manos y los ojos, “ya que el cuerpo aporta así a la oración la imagen de las cualidades que convienen al alma”. Sus ideas son ampliamente adaptadas y reproducidas por san Agustín (354-430), que se reafirma indicando que “estos movimientos del cuerpo no pueden hacerse si un movimiento del alma los precede; inversamente, el movimiento interior e invisible que los produce es aumentado por los movimientos que se hacen visiblemente por el exterior. Así las afecciones del corazón, que han precedido a los movimientos para poder producirlos, se incrementan por el hecho de realizarlos”.
En una carta escrita en marzo-abril del 836 al abad Loup de Ferrières (805–862), y en respuesta a una ‘pequeña cuestión’ planteada por este, Eginhard (775-840) defiende la legitimidad de la ‘adoración de la cruz’. Pero distingue cuidadosamente entre la adoración y la oración. La oratio se dirige a Dios, que es invisible, para invocarle y suplicarle; ella procede ‘por el espíritu y por la voz’, pero por el gesto del cuerpo. Por el contrario, la adoratio o veneratio, dirigida a alguien o a algo visible y que está presente frente a uno, pone en obra al cuerpo usando gestos específicos: «la inclinación de la cabeza, la curvatura o la postración de todo el cuerpo, la extensión de los brazos, la apertura de las manos».
El gesto silencioso de las dos manos unidas con los dedos paralelos o entrelazados reaparece con fuerza en la Alta Edad Media. Las manos juntas con los dedos cruzados era una costumbre que provenía de los antiguos romanos y los sumerios, mientras que la posición de unir las palmas y los dedos apuntando hacia arriba era una práctica ancestral entre budistas e hinduistas. No obstante, el resurgimiento medieval de la posición vertical de las manos y los dedos, la historia parece circunscribirla a situaciones bastante particulares, como la que describe Gregorio el Grande (540-604), en los Diálogos, a propósito de santa Escolástica, la hermana de san Benito. Gregorio cuenta que queriendo prolongar tras la caída de la noche la conversación espiritual que ella mantuvo todo el día con su hermano, Escolástica encuentra el medio de convencerle para que permanezca a su lado: «Ella posó sobre la mesa sus manos, los dedos entrelazados, e inclinó la cabeza en sus manos para orar a Dios». En el momento en el que volvió a levantar la cabeza, una tempestad se desencadenó, que impidió a Benito volver a su monasterio. Gregorio el Grande señala que el gesto de oración fue básicamente un gesto milagroso.
El reformador protestante Martín Lutero (1483-1546), en el tratado ‘Método sencillo de oración para un buen amigo’ (1535) escribió: “Una vez que tu corazón se haya enfervorizado con estas palabras dichas verbalmente y se haya concentrado, arrodíllate o ponte en pie, con las manos juntas y la mirada hacia el cielo, y di o medita de la forma más breve posible: «Padre celestial, Dios mío querido; soy un indigno, pobre pecador, que no merezco elevar mis ojos o mis manos hacia ti ni dirigirte mi oración (…)”. El monje alemán parece indicar una concreta postura del cuerpo para elevar oración, aunque, en realidad, básicamente concilia distintas formas muy usuales en la época.
La renovación pentecostal y carismática de principio del siglo XX, nacida por los movimientos de santidad norteamericanos, adoptó nuevas formas de adoración. Los originarios avivamientos de la calle Azusa en la ciudad de Los Ángeles (1906), tuvieron como fisonomía corporativa el redescubrimiento del ministerio del Espíritu Santo, el don de lenguas, las sanidades y una adoración renovada, explícita y menos formal. Las reuniones interraciales con los afroamericanos que jugaron un papel importante en el pentecostalismo temprano a pesar de la segregación fomentaron una psicología espiritual más abierta, espontánea y de gestualidad liberada. Las manos alzadas, la mirada elevada al cielo, los rostros no circunspectos y una compostura más cinestésica del cuerpo proveyeron al ritual cúltico un semblante inmensamente vivencial, extrovertido y expresivo. El contraste teológico, litúrgico, estético y escenográfico respecto a otras iglesias o denominaciones cristianas tradicionales de la época fue considerable.

Observando detenidamente la historia se puede advertir que la práctica de la fe cristiana siempre ha ido acompañada de una locución gestual alusiva y evocadora: es el autónomo o subordinado lenguaje del cuerpo que intenta representar o escenificar las convicciones internas, de manera que sean sugerentes para la psicología del orante. Por lo general, cuando las palabras no alcanzan a expresar la profundidad de lo que un corazón siente y desea, los gestos, el lenguaje no verbal y las expresiones cinestésicas afloran de manera más espontánea y natural. Pero en otras ocasiones son los gestos los que van por delante de la convicción, proponiendo e insinuando contenidos y respuestas espirituales. Este es el caso de la práctica totalidad de las religiones orientales: los movimientos del cuerpo y los gestos determinan cómo será el proceso de la espiritualidad, de qué manera se practicará y qué contenidos tendrá, despertando y direccionando la religiosidad. Es lo que llamamos ritos de iniciación.
Desde sus inicios, en el cristianismo existió una compleja amalgama entre ambas inducciones. Influenciados por la cultura y religiosidad del judaísmo, los primeros cristianos tomaron prestados la mayoría de los lenguajes no verbales. Con ellos recibieron unos  ritualismos de fondo que históricamente procedían muy ausentes de sinceridad, llenos de formulismos y costumbres vacías. Jesús y la nueva Iglesia practicaron la gestualidad religiosa aprendida. No obstante, la Biblia no prescribe gestos ni movimientos específicos para la adoración, sino describe las prácticas más aceptadas y generalizadas. Un error común es interpretar que las Escrituras decretan unas formas gestuales y estéticas de devoción. Jesús, en la alegoría del publicano y el fariseo (Lucas 18:9-14), desacredita supeditar la adoración a la mimética visual. En la parábola, el Maestro matiza sutilmente la posición y actitud del fariseo puesto en pie en contraste con la del cobrador de impuestos no se atrevía a levantar los ojos al cielo mientras se golpeaba el pecho–. Como es de suponer, la gestualidad del fariseo se correspondía perfectamente con los modelos veterotestamentarios de adoración, mientras que la del publicano era reprobada por los prohombres de la observancia religiosa. Pese a que en la parábola, Jesús no pretendía aleccionar sobre la gestualidad de la adoración sino sobre la justificación de algunos y sus menosprecios al prójimo, sí que podemos entrever su pensamiento: las formas externas no necesariamente son fieles descripciones del estado espiritual del corazón creyente. Por consiguiente, según el Maestro, es un imprudente desliz especular o determinar que determinada actitud o gesticulación del cuerpo es adoración o necesariamente debe contribuir a una devoción más íntegra y agradable a Dios.
Sin embargo, somos seres completamente emocionales, integrados en una sola condición humana. Somos un cuerpo integrado en unidad indisoluble psique-soma, soma-mente, soma-espíritu. Todo lo que acontece en nuestra vida, en cualquier nivel de nuestra persona, acontece en nuestro cuerpo y éste guarda memoria de ello. El cuerpo físico acoge, siente y expresa como suyas las sensaciones, reflexiones y excitaciones espirituales y emocionales. Por consiguiente, es imposible separar nuestras emociones de la práctica comunitaria o individual de la adoración. Somos una sola y unitaria identidad que se expresa integralmente de acuerdo al perfil caracterológico y a las singularidades personales, culturales, sociales y psicológicas de cada individuo. Además de la voz y las palabras, la adoración se articula también desde las emociones y el consiguiente lenguaje no verbal, expresándose libremente en referencia a las particularidades mencionadas.
Sin lugar a dudas, la adoración también se nutre de nuestras emociones, al igual que de nuestros pensamientos, temores, confianzas y convicciones. Expresar nuestra fe con las manos, con la mirada al cielo o con el rostro postrado en tierra es parte de la expresividad de nuestra alma. Sin embargo, como sucede en las religiones orientales, los ritos iniciáticos muchas veces se convierten en el pasaporte de entrada a una religiosidad de las formas, de la réplica mimética: un ritual supersticioso y mágico para entrar en un lenitivo escenario de la psique humana. La Biblia no prescribe ningún ademán para la adoración; los describe. Es más, Jesús, en la alegoría del fariseo y del publicano mostró claramente que, en la devoción, la gestualidad externa no es en sí tan indicadora y trascendente como la actitud y verdad que emerge del corazón (Lucas 18:9-14).

Desde hace algunos decenios, la adoración comunitaria de la iglesia protestante o evangélica se ha visto determinantemente influenciada por la teología y estética de los movimientos pentecostales y carismáticos. Su lenguaje no verbal posee una gran expresividad, con manos alzadas, rostros concentrados, ojos cerrados y una atractiva espontaneidad. Este modelo de forma y fondo se ha globalizado, traspasando todas las fronteras por la fuerza de su estética visual, frescura, naturalidad y por el mensaje implícito que interna y externamente comunica. La gran aportación a la vivencia cristiana de dichos movimientos ha sido importante, tanto en el redescubrimiento de aspectos bíblicos descuidados, como en la renovación de la persona del Espíritu Santo y su trascendencia en la vida cristiana. No obstante, creo conveniente hacer una reflexión genérica que, por supuesto, no va en contra de ningún grupo denominacional sino en una concepción de antropología religiosa, que la fe cristiana universal está adaptando de manera progresiva.
Desde el punto de vista antropológico, el cristianismo es la religión de la experiencia, ya que creer y aceptar a Jesús como Salvador y Señor implica entrar en el ámbito del conocimiento y experimentación personal, en una interactiva e individualizada praxis de la fe. Pero gran parte del cristianismo actual ha ido más allá. Ha alcanzado el estatus de religión de la experiencia dramatizada, al llevar la vivencia espiritual de la salvación a su máxima y superada expresión teológica, estética y conceptual. La experiencia dramatizada de la fe es el camino por el cual se alcanza a vivir y experimentar las verdades bíblicas de una manera dogmáticamente absoluta y sobradamente autosatisfecha. Desde la teología de la experiencia dramática se interpreta la Biblia en un sentido absolutamente literal y textual, deseando encontrar en ella respuestas completas de aplicación dogmática para la vida. De este modo el cristiano se mueve constantemente en un lindero de máximos limítrofes, explorando y apeteciendo intensas experiencias que refrenden o certifiquen la creencia. Por su parte, desde la estética de la experiencia dramática se expresa la fe de manera liberada y desatada, como una redención del cuerpo y las emociones, anhelando entrar en una esfera espiritual lo más elevada posible y apeteciendo una nueva revelación que valide o verifique lo ya recibido. Y, por último, desde la experiencia conceptual se ambiciona una fe más radical y comprometida, no exclusivamente en su indiscutible y responsable sentido bíblico y vivencial, sino en una concepción más contingente: la suprema realización religiosa como fuente de identidad espiritual.

El lenguaje no verbal y gestual de la adoración actual se ha visto seriamente afectado por la teología, la estética y la conceptualidad de la experiencia dramática. El cristianismo ya no es solamente una experiencia vivencial y genuina de relación con Dios, sino que en muchos ámbitos es antropológicamente una religión de experiencia dramática. En la actualidad, las formas de culto, la expresividad visual, la escenografía, los gestos, los ademanes y los contenidos estéticos están tan supeditados a esta extrema manera de entender la espiritualidad, que el autoimpuesto mensaje de máximos y extralímites empuja al creyente hacia una aciaga espiral religiosa.
Pese a que el lenguaje no verbal forma parte de la libre expresión humana de devoción, la ética de adoración que Jesús enseñó no establece los ademanes ni la gestualidad como forma, medio o itinerario para alcanzar la divinidad. Ni tampoco instaura un nuevo modelo estético y ritual para acercarse a Dios. El Salvador determinó en la intimidad de la habitación el punto de partida ético y estético de adoración (Mateo 6:5-6). Todo lo demás pertenece al ámbito de la libre, espontánea e independiente expresión del adorador.

LEXICOLOGÍA DE LA ADORACIÓN ACTUAL

Las palabras, el vocabulario, las frases, los términos o las soflamas son parte de la adoración y participan plenamente en la experiencia devocional. La construcción expresiones y locuciones es una de las representaciones más importantes del pensamiento individual y colectivo donde se puede leer los intereses y las motivaciones de un grupo o un conjunto de personas. Pero el léxico de la adoración también es uno de los aspectos de la teología cotidiana más susceptible de manipulación o intervencionismo.
           En el capítulo VII hice referencia al léxico de la adoración en la iglesia cristiana a lo largo de los últimos veinte siglos.[7] Por lo general, las distintas expresiones léxicas fueron voz audible de los distintos procesos sociológicos y teológicos de la Iglesia y sus fieles. Los cantos recogieron y reflejaron las vivencias cristianas, los avatares sociológicos y los contenidos teológicos del momento histórico que correspondió vivir. El compositor cristiano, en un deseo innato de adoración, reunió y parafraseó en los himnos y cantos las enseñanzas bíblicas, revelándolas, ilustrándolas e interpretándolas. Su función histórica consistió en ser un fiel intermediario entre la Palabra y el pueblo, facilitando la asunción y comprensión de las verdades eternas.
           A día de hoy, la mixtura estética y espiritual entre música y adoración ha presentado un sinfín de cantos centrados en una alabanza a Dios de talante insistente y reiterativo, identificándolos como exclusiva adoración. Muchos de estos cantos acometen la suprema misión de ofrecer al Creador una mejor alabanza y adoración, como si los valores estéticos y léxicos de las canciones tuvieran una trascendencia más allá de la actitud del orante. Craso y dramático error. Como consecuencia de ello, el reduccionismo léxico y la reiteración de conceptos y contenidos es el leitmotiv de la mayoría de los cantos. Muchos de esos conceptos y contenidos empobrecen cualquier liturgia cristiana por su sola y repetitiva enunciación. La reincidencia de frases hechas, conceptos prefabricados y aseveraciones redundantes dirige al devoto a un superfluo reduccionismo estético y espiritual, repleto de verdades absolutas envueltas en la algarabía de la soflama.
           No obstante, en medio de estos cantos, catalogados como alabanza y adoración, han aparecido nuevas composiciones de calidad, con letras reflexivas e intelectualmente interactivas, con la virtud de sugerir, evocar y exponer pasajes bíblicos para inspirar a la reflexión, en una actitud consciente e integral de adoración. La mayoría de estos cantos han sido escritos por músicos que disponen de una amplia perspectiva de la fe y de la obra de los fieles que nos precedieron, y no se han limitado a repetir o copiar modelos y patrones literarios sino que han profundizado en la cosmovisión e interrelación de su tiempo con las verdades bíblicas.
           Sin embargo y a pesar de ello, en los últimos decenios el léxico de los cantos cristianos cúlticos ha entrado en un progresivo y permanente estancamiento. Muchos de los autores contemporáneos han optado por la copia y similitud de modelos y contenidos estándar, espoleados por una ansiosa actitud profética de considerarse cumplimiento de Dios y no parte o eslabón de su Reino. Ciertamente, la pretensión ha ido más allá del llamado a ser siervos y fedatarios de su gracia; los modales proféticos han sustituido la responsabilidad y el compromiso hermenéutico; y el simplismo literario ha desafiado la belleza de la herencia recibida.
           Somos sucesores de un sinfín de autores cristianos que a lo largo de la historia edificaron su fe desde una coherente interpretación bíblica, con la responsabilidad hermenéutica de explicar, declarar, anunciar y esclarecer las verdades eternas con sonetos humanos.[8] Es en la hermenéutica donde radica el valor real de una composición, no en una apariencia profética que pretendiera cerrar el círculo virtuoso del Reino de Dios. La hermenéutica se alimenta de un compendio teológico más amplio y menos sectario: una teología que sincroniza la mente y el corazón, el entendimiento y la imaginación, la claridad y el misterio, la narración y la explicación, la exposición y la expresión artística. Para lograrlo es imprescindible una enunciación de la fe más completa, ecuánime y sugerente, con narraciones vivas que alcancen a explicar y revelar el magnífico misterio universal de Dios.
           Por lo general, la propuesta literaria de la adoración actual elude cantar la teología. La resume muy parcialmente, enumerando conceptos generalmente bastante superficiales, en un empecinado esfuerzo de adiestrar a los fieles para el círculo concéntrico de la misma adoración. En el fondo y en la forma es una adoración más psicológica que espiritual; más emotiva que reflexiva. Sus alocuciones personalistas, trilladas y llenas de tópicos como ‘venimos a adorar’, ‘estoy en tu presencia’, ‘ahora es el tiempo de entrar en tus atrios’, ‘quiero más de Ti’ o ‘quiero vivir en tu presencia y adorarte hasta que no tenga fuerzas’, acostumbran a ser arbitrarias interpretaciones de lo que es y significa adoración, con soflamas llenas de panegíricos, muchas veces inarticuladas respecto al contenido real de la fe.
           El lenguaje de la alabanza y adoración cantada actual es tendenciosamente utilitario, convirtiéndose más en un recurso para la concienciación mística de las masas que en una representación viviente de todo el consejo de Dios y de lo que realmente significa adoración. Acostumbra a ser altamente egocéntrica, ya que sitúa al hombre en el epicentro de la devoción, por su propia y deformada necesidad hedonista de sentir para creer: ‘Dios, abrázame’, ‘sumérgeme en Ti’, ‘que tu amor consuma todo mi interior’, ‘enamórame una vez más’ o ‘protégeme en tu regazo de amor’. En realidad, en lugar de ofrecer una íntegra adoración a Dios, el creyente, con sus palabras y trasfondo, manifiesta una codiciosa y narcisista dependencia de sus propios sentimientos, excitando los instintos más primarios y hedonistas de la espiritualidad. Su reiterada dependencia a las exaltaciones de la adulación, del amor y la protección, muchas veces manifiesta más una acusada inseguridad psicológica de aceptación propia que una adhesión libre y voluntaria a Dios.
           La industria de la adoración o de la mercadotecnia de la fe se ha aprovechado de esta conducta placentera de la espiritualidad, fortaleciendo el consumismo adoracional. Desde los despachos se atisbaron nuevos talentos a promocionar, las modas y modos literarios y musicales alcanzaron las iglesias, y poco a poco se incrementaron nuevos clientes y consumidores sofisticados de productos de alabanza y experiencias de adoración prefabricadas, con conciertos multitudinarios denominados representativamente ‘de adoración’. El gran avance y la creciente calidad de la música cristiana, con excelentes músicos y equipos musicales, ha estandarizado la citada marca. Detrás de un buen sonido, modernos instrumentos y excelentes producciones musicales, las letras de las canciones y todo su léxico han quedado relegadas a distintos estereotipos, algunos de ellos muy propensos a la repetición simplista, la proclama consumista e, incluso, al arte panfleto.
          
           Jesús no vino para ser servido sino para servir (Mateo 20:28). Desde esta perspectiva responsable y comprometida de la misión, el sentido de la actual literatura musical de adoración dista en distintos matices del concepto original. La misión de Dios al enviar a su Hijo al mundo fue la de servir y entregar su vida por el hombre y la mujer, y, consecuentemente, enviarnos a nosotros al mundo. El ingrediente de entrega a una misión u ocupación activa y responsable es componente insustituible de la adoración. Y aunque es incuestionable que la devoción comunitaria entendida como ritual litúrgico formal, explícito y representativo de devoción es parte imprescindible del culto cristiano, no por ello es menos incuestionable que Jesús unió indisolublemente misión y adoración.
           La sutil enseñanza que muchos escritores cristianos repiten y refrendan con sus letras es que la misión del creyente preferentemente ha de estar centrada en una adoración de alabanza, y más allá, en adulación y halago. Bajo este novedoso modelo de cumplimiento universal de los tiempos de carácter dispensacionalista, el léxico de los cantos contemporáneos ha obviado otros importantes y esenciales contenidos, priorizando textos de persistente exaltación divina. Pero más allá de la intimidad profunda y personal con Dios, tan imprescindible en la expresión devocional del cristiano hay otras temáticas que también es adoración: el amor de Dios, la creación, la nueva creación, su bondad revelada, la fe, la fidelidad de Dios, el carácter de Dios, la salvación, la redención, las promesas de Dios, la misión al mundo, el llamado a la mies, la pobreza, los quebrantados, la marginación, la comunión de los santos, el supremo Reino de Dios, la gracia de Dios, la santidad, las pruebas, la tristeza, el abatimiento, la segunda venida, la esperanza de una vida eterna, el cielo, la gloria de Dios, la poesía bíblica de Isaías, Jeremías, los Salmos, Eclesiastés…, las oraciones históricas de santos que nos precedieron… Hay un sinfín de temas que, por su dimensión escritural y trascendencia en la edificación de la fe y la adoración, son voces de devoción ineludibles. 
           En la actualidad, millones de cristianos en todo el mundo están cantando y poniendo letra a su fe, estimulados y provocados a una adoración de consumo por unos compositores que repiten modelos estereotipados, con escasa argumentación teológica y exiguos contenidos didácticos (Oseas 6:6). Es una fe que se construye sobre un uniformado reduccionismo adoracional, que urgentemente pretende alcanzar y reverenciar la divinidad sin dejar que la mente y el corazón comprendan la altura y la profundidad del misterio que habita en la maravillosa gracia de Dios hacia el ser humano.
           Hoy más que nunca necesitamos auténticos poetas de la fe, que escriban canciones para evocar y traer a la memoria la Palabra de vida, que entiendan el lenguaje artístico en su dimensión más lírica y literaria, perpetuando en la mente y en el alma imágenes y láminas completas de la fe cristiana. Que, como en muchos de los retablos, vidrieras y grabados de las antiguas catedrales centro-europeas, expliquen y anuncien las Buenas Nuevas de salvación y adoren al Eterno desde su propio lenguaje y dialecto artístico. Hoy más que nunca necesitamos escritores que aprendan a leer las oraciones, los himnos y credos de la historia con una mirada versada, en un renovado aprendizaje poético, contextualizándolos al siglo que nos toca vivir. Hoy es muy necesario rescatar el bíblico papel del canto-enseñanza (Colosenses 3:16), que al mismo tiempo que ensalza y glorifica a Dios, también educa; que mientras expone y enseña, también persuade a la fe. Más que nunca son imprescindibles poetas que escriban más estimulados e impulsados por la implicación de la Palabra en sus corazones que por la excitación de unos agradables acordes o por una embaucadora melodía.
           Cada vez más necesitamos compositores que sepan redactar una inspiradora prosa o evocar una grácil poesía, que nos ofrezcan la ventura de descubrir una cautivadora imagen divina en medio de una frase bien construida. Que consigamos dejar de leer palabras fetiches como ‘santidad’ o ‘fidelidad’, que parecen ser usadas para dar un perfecto toque espiritual a una composición presuntuosa, sino que las leamos liberadas en su auténtica expresión. También necesitamos abandonar los lenguajes fanáticos que avivan constantes guerras santas contra cualquier mal o enemigo bien identificado. En una época de grandes tensiones mundiales, el lenguaje que debiera caracterizar los cantos cristianos debería ser la paz en su más amplio sentido divino de reconciliación universal y, sobre todo, personal con Dios. Y necesitamos creadores que escriban buenas composiciones, no una mimética música adoracional, sino tonadas que se expresen en distintos estilos o géneros, sin patrones repetidos ni formatos simétricos.
          
           Por lo general, la música cristiana adolece de reflexión y pausado análisis. Los magnánimos deseos de bendición y conformidad socioespiritual que caracterizan las relaciones evangélicas, adormecen el sentido de reflexión y crítica responsable, tan necesaria para opinar sin ofender, tan imprescindible para revisar sin menospreciar. El silencio sobre las distracciones y los errores nos ha hecho más débiles. Una debilidad que se aprecia especialmente en la acumulada ausencia de criterio, que poco a poco ha tomado su lugar y se ha impuesto, auspiciada por una benevolencia interna mal entendida. Al mismo tiempo, la agitación estética causada por la masiva producción musical y la adoración de consumo ha provocado unos hábitos adoracionales compulsivos. Un canto nuevo, una melodía pegadiza y un sonido instrumentalmente contundente son, en muchos casos, los elementos e ingredientes de aceptación más generalizados, con criterios literarios muy supeditados al estereotipo musical.
           A diferencia de los himnos de antaño, que con sus innumerables estrofas relataban y describían distintas escenas y contenidos de la vida y fe cristiana, los actuales cantos devocionales mucho más cortos y de repetición obligada por su misma brevedad y teología concéntrica prácticamente circunscriben su temática a la misma adoración. Evidentemente, la estructura musical de aquellos himnos pertenece a una época y un tiempo pasados y, aunque algunos de ellos aún tienen vigencia y otros muchos no, en su conjunto sí que nos han dejado un interesante legado: los contenidos textuales y sus sugerentes imágenes bíblicas y sincrónicas son una estimable referencia, todavía pendiente de asimilación.

DE LA TEOLOGÍA ERUDITA
A LA TEOLOGÍA CIRCUNSTANCIAL

La adoración comunitaria de nuestros días permanece agazapada entre dos teologías prácticamente contrapuestas: la erudita y la circunstancial. La teología erudita, la de los grandes pensadores y teólogos evangélicos, formula grandes líneas de razonamiento escritural, con conclusiones bien trenzadas e interpretadas entre sí. Innumerables citas bíblicas y profundas reflexiones de sana doctrina son los argumentos de primer orden para patrocinar y amparar un conocimiento que, en algunos casos, parece acercarse más a una ilustrada filosofía escritural que a la transformadora e iluminadora exposición bíblica. En el otro lado está la teología circunstancial, aquella que, ante la velocidad de los tiempos y los vertiginosos cambios sociales, adopta postulados y formatos teológicos de carácter accidental y contingente, muy supeditada a provocar una espontánea y apresurada respuesta ante los nuevos y rápidos procesos sociológicos, científicos, tecnológicos y culturales de la sociedad.
La creciente relevancia de la teología circunstancial proviene, en gran parte, de la inexorable incapacidad del clásico dogmatismo para ofrecer, desde su elevada tribuna, respuestas específicas y comprensibles ante los grandes cambios y transformaciones sociales. Refugiada en la defensa y difusión de sus propios postulados teológicos y en la retroalimentación del mismo estudio, la gran doctrina erudita acostumbra a mostrarse alejada de las auténticas realidades y contextos sociales e individuales. Esta teología de la ortodoxia bíblica se ampara en un minucioso estudio sistemático y en la más apasionada erudición, intentando promover y aportar respuestas concluyentes a las verdaderas necesidades de los ciudadanos del siglo XXI. No obstante, muchas veces su cometido no logra satisfacer las almas sedientas, ya que su pretensión academicista y de discipulado sistemático y cognoscitivo no concuerda con las estructruras de una sociedad extremadamente revolucionada en su incesante agitación, movimiento y transformación.
Desde la psicología social se observa en nuestro siglo una creciente y progresiva incapacidad para la comprensión teológica de lo espiritual y lo divino. Los individuos que forman parte de este modelo postmoderno de sociedad, reclaman respuestas instantáneas y condensadas que les permitan interpretar para proceder, percibir para deducir y sentir para entender. La gran revolución científica y tecnológica que ostentamos ha originado la proliferación de la cultura del entretenimiento, la recreación, la instintiva reeducación social y la mimesis, provocando nuevos comportamientos de comprensión. La cultura de consumo promueve que la conducta psicosocial de los individuos ha de ser, esencialmente, experimentar para conocer, como una recreación empírica de las sensaciones e intuiciones. En este estado confortable de la cultura consumista y del entretenimiento, la constante reeducación y readaptación del sentido hedonista es uno de sus valores esenciales: volver a deleitarse para volver a comprender.
La teología erudita y dogmática sufre inadaptación a las nuevas sociedades. Sus teológicos contenidos, bien definidos, estructurados y de corte concluyente, no concuerdan o no se alinean eficazmente con los individuos del presente siglo, que necesitan de la experimentación en primera persona para asumir y entender. Pese a que en todas las épocas ha existido la necesidad de experimentar para conocer, en el presente, y fruto de los vertiginosos cambios sociales, científicos, tecnológicos y culturales, se ha desarrollado un instinto mucho más acusado de experimentación para comprensión; de otra manera sería imposible adaptarse a la gran cantidad de conocimiento progresivo, móvil y mutante que constantemente nos asedia.
Mientras tanto, la teología circunstancial ha tenido la habilidad de acomodarse a los impulsos y cambios sociológicos. Su facilidad de adaptación le viene dada por el reduccionismo teológico que emplea y porque sus contenidos acostumbran a presentarse de manera más experimental e intuitiva. En un símil periodístico sería la teología del titular o de la cabecera: un bosquejo arbitrario y parcial del contenido, sin los argumentos y evidencias que son su esencia. Es por ello que al reducir los componentes doctrinales y al manifestarse más instintiva y esbozada, dicha teología también reduce las dificultades de comprensión de sus postulados y asunciones, proponiendo evidencias subjetivas, más fáciles de aceptar y menos consistentes al asumir.

En la adoración cristiana, la teología circunstancial ha ganado terreno a la teología de fondo, provocando un considerable desplazamiento y transformación teológica. Fruto de ello son las liturgias, las letras de los cantos y los contenidos cúlticos, que han experimentado sustanciales modificaciones. La misma simbiosis y asociación conceptual entre música y adoración es un equivocado reduccionismo de la teología circunstancial, que extracta una parte de las verdades bíblicas para hacerla más asequible a los fieles. El contenido literario de los cantos es otro de los reduccionismos de dicha teología. La parcialidad de los textos comprime las verdades bíblicas en un mensaje estándar. La persistente repetición de palabras y frases lisonjeras y alabadoras es un ejemplo de la extrema constricción y esquematización bíblica que sufre la alabanza cúltica. Por otro lado, los formatos litúrgicos, uniformados alrededor de un modelo muy vertical de adoración, es otra de las evidencias de este tipo de reduccionismo teológico, que pretende facilitar el disfrute de una fe más vivencial y concéntrica.
En muchos periodos de los últimos veinte siglos, el canto y la música ejercieron como interlocutores de la teología. Acercaron a los fieles los misterios de Dios de manera versada y completa a través de sus estrofas y melodías. Los cantos desplegaron en sí mismos esa función explicativa de la divinidad, transmitiendo al creyente las profundas e insondables verdades eternas. No obstante, a día de hoy, hemos perdido gran parte de este valor. Muchos textos de las alabanzas cantadas ya no ejercen aquella interlocución bíblica que el apóstol reclamaba en Colosenses 3:16. Por lo general, la Palabra de Cristo no es cantada ni enseñada unos a otros, sino que bajo el codicioso y emocional lema de una trascendental adoración y de un llamado a rendirse ante Dios, los cantos cristianos simulan ser más una expresión hedonista de las necesidades psicológicas y espirituales de los creyentes, que una convocación al pleno reconocimiento de la obra de Dios en el mundo y su misión redentora. El eslabón perdido entre la enseñanza de todo el consejo de Dios (Hechos 20:27) y la expresión integral de devoción de los fieles se ha extraviado en unos modelos de adoración que alaban, pero no enseñan; que se concentran en Dios, pero no comprenden su auténtica dimensión y medida (Efesios 3:18-19).
Adorar también es reproducir en nuestra pequeña escala la misión de Dios al mundo. La misión que nos enseñó Jesús es la de dar nuestra vida por los semejantes e involucrarnos en una fe más implicada que ritual. Adorar es postrarnos delante de Él siendo responsables de su misión. Adorar también significa cumplir con su mandato de ir por todo el mundo y predicar el Evangelio. No sólo y exclusivamente anunciar un escueto y sencillo evangelio de salvación del alma, sino una Buena Nueva implicada con el hombre y la mujer en todas sus necesidades, como hizo Jesús. Una Buena Nueva en perfecta relación con el mensaje de la Cruz: involucrar nuestra vida y existencia con la redención integral que Dios extendió al enviar a su Hijo al mundo.
Adorar desde el cómodo agradecimiento, desde la alabanza complacida o desde la devoción narcisista es el camino más sencillo y simple para sentirnos el centro neurálgico y universal de las bendiciones divinas. Este es el tipo devoción del hombre y la mujer que se implican tanto en el culto, que matan a Dios precisamente mediante su culto. El mensaje implícito de este tipo de adoración es la exaltación egoísta del hombre, situándose en el epicentro de la gracia divina: una adoración psicológica de complacencia propia. Pero adorar desde un implicado agradecimiento a la sublime gracia Dios es entender que la misión de Jesús al mundo sólo se justifica ofreciendo integralmente su vida por el ser humano. Por lo tanto, el ritual no es el único centro de adoración, sino que toda actitud y acción en favor de quienes nos necesitan es también verdadera adoración.


[1] Al final del servicio de Pesaj se acostumbraba a recitar o cantar el Alel o Halel (Salmos 115 al 118), luego el Gran Halel (Salmo 136).
[2] La fe es invidente: se refiere a lo que no se ve, dice la carta a los Hebreos (11:1). La fe supone dependencia: por eso es calificada de obediencia por la carta a los Romanos (1:5; 16:26). Interpretado negativamente esto significa que el creyente realiza un acto contrario a la razón (inevidente) y contrario a la dignidad y libertad del ser humano (dependiente). Sin duda, la fe en Dios no es una evidencia, pero sí es razonable. (de “Análisis antropológico del acto de fe”; Martín Gelabert Ballester)
[3] La manipulación sucede cuando la víctima no es consciente de ella, porque no puede defenderse. Cuando no es capaz de darse cuenta, acontece lo que denominamos manipulación. El manejo del lenguaje es una de las herramientas más sutiles con las que se realiza la manipulación.
[4] Aún no disponemos de una perspectiva global e histórica para observar y analizar concluyentemente esta realidad. No obstante, sí que se puede constatar un significativo e incuestionable cambio de valores litúrgicos y escenográficos. En el culto cristiano, la centralidad de la Palabra expositiva como fuente de vigor espiritual ha quedado macerada por una miscelánea de referencias bíblicas, narraciones alusivas, canciones de adoración proféticas y reseñas interpretativas que poco a poco han suplantado o desplazado la autoridad y energía transformadora de las Sagradas Escrituras. Si anteriormente con la Biblia abierta y situada en un atril destacado se producía una cierta veneración del libro sagrado; en la actualidad, la veneración se produce psicológicamente hacia el propio orante, ya que por su actitud y conducta adoradora centra la atención, considerándose ante Dios absolutamente imprescindible para su adoración.
[5] La riqueza de la instrumentación actual es uno de los grandes avances estéticos y sonoros del culto cristiano. Las posibilidades y variedades instrumentales proporcionan a la adoración comunitaria una belleza y singularidad excepcionales. No obstante, a menudo se cae en la obligatoriedad de uso de todos los instrumentos posibles para satisfacer una mejor estética musical, cuando, muchas veces, en la reducción o disminución de efectivos se halla el punto adecuado en el que la congregación encuentra su voz y su identidad de alabanza.
[6] La puerta del atrio, el altar de bronce, la fuente, y el lugar santo con la mesa de los panes, el candelero de oro y el altar del incienso, era el procedimiento gradual para que el sacerdote llegara al lugar santísimo, con el Arca y el propiciatorio. En la adoración actual, esta imagen del Antiguo Testamento es reproducida en una simbología de progresión bastante literal.
[7] Página 134
[8] Los compositores de himnos de los avivamientos del siglo XVIII y de otras épocas fueron muy prolíficos en su obra. Tan solo de Charles Wesley (1707-1788), se contabilizan más de 6.000. No obstante, entre la gran cantidad de cantos que compusieron, crearon muchos que pasaron totalmente inadvertidos por su baja calidad musical y poética. No así por lo que se refiere al contenido teológico y hermenéutico, con una contextualizada cosmovisión de la fe.

© 2012 Josep Marc Laporta.

Licencia de Creative Commons

9 comentarios:

  1. Salvador Fuentes23:32

    Me ha gustado mucho lo que usted dice. Cuanto necesitamos de palabras como estas que nos aclaren la situación que vivimos en la adoracion hacia nuestro padre y salvador. Lo recomiendo a mis hermanos en la iglesia. Cordialmente suyo.
    Salvador Fuentes

    ResponderEliminar
  2. Marlene23:40

    He leido todo el articulo. Es bastante largo pero me ha sido de mucha bendición. Lo copio para leerlo mas tranquila y asi reflexionar. Es muy completo nunca habia podido leer algo tan completo. Desde todos los angulos hay una respuesta a preguntas que muchas veces me he hecho. Dios le bendiga inmensamente para seguir dando estas clases magistrales. Desde Mexico DF, Marlene Ramíres

    ResponderEliminar
  3. Celes00:35

    Todas las teclas las toca..... con un gran acierto. desde todos lo ángulos se ve como adoramos inbuidos por unos modelos metidos a presión. aunuqe creo q la ola nos ha alcanzado y pasado por encima....... y quien le pone el cascabel al gato? Bueno usted se lo pone, pero la mayoria estan surfeando felices sin saber que como sigamos así nos encontraremos con una roca en toas las narices!

    ResponderEliminar
  4. Anónimo19:12

    Genial!!! Lo comparto masivamente. gracias, mil gracias

    ResponderEliminar
  5. Gracias Josep por esta aportación. Me alegra saber que sigues trabajando en esta disciplina. Lo compartí en mi Facebook y lo he recomendado a algunos que están también trabajando en esto. Me ha alegrado saber de ti, pues pasó mucho tiempo, y muchas cosas desde la última vez que nos vimos. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  6. Sin duda ilustrativo y me confronta con la responsabilidad de alimentar una corriente adoracional que desdibuja la esencia del mensaje de nuestro Señor y Maestro.
    Me he sentido cómplice de alentar y enriquecer la industria de la música "cristiana evangélica"
    Sólo debo decir que me parece un poco extenso sobrecargado de adjetivos que en momentos me aturden y me tientan abandonar la lectura. Gracias.

    ResponderEliminar
  7. Muchas gracias Josep.Excelente reflexión

    ResponderEliminar
  8. Anónimo19:23

    Una extensa disección sobre la adoración en sus manifestaciones internas y externas...pero...somos seres creados para expresar la adoración a Dios con toda nuestra complejidad humana, por lo tanto si al adorar se ponen en marcha una serie de mecanismos, que Dios mismo nos ha dado, recibiendo en la adoración que entregamos a Dios, un bien personal y comunitario, si a Él le agrada recibir adoración humana conociéndonos más allá de nosotros mismos y las implicaciones de todo… ¿Qué hay que decir a esto? ¿A quién le molesta? Lo importante es que a Dios el objeto de culto y adoración le sea agradable…

    Hay quienes por miedo a que les manipulen, o alteren su conciencia, no irían a un culto cristiano donde abunde la adoración y la alabanza a Dios, y no desean para nada prepararse emocional y mentalmente para recibir las enseñanzas bíblicas, tomando conciencia en lo más profundo de su ser de los cambios que Dios quiere hacer en su vida…y entender la auténtica liberación que Dios quiere dar a la humanidad… pero sí, quizás, tomarían alcohol para desinhibirse, o fumarían marihuana diciendo que “científicamente” aporta ciertos beneficios… o harían “cultos” cuyo objeto de adoración son ellos mismos no Dios…

    Yo agradezco a Dios que permita que le adoremos, alabemos en la intimidad personal y en comunidad...

    ResponderEliminar
  9. Daniel Figueirido00:59

    Implacable retrato de la adoración actual. Estoy muy de acuerdo con este extenso trabajo y me produce alegría leer cosas tan bien estructuradas y sin miedo a las críticas al uso. Todos sabemos que la adoración es un asunto primordial del creyente y la razón de ser de nuestra fe, pero la confusión que se ha generado en nuestras iglesias debido a una superflua sensibilización de la alabanza a Dios nos ha hecho débiles y carentes de criterio. He intentado encontrar algo que no estuviese de acuerdo o que pudiera enfrentar, pero considero que ha tocado todas las teclas y ha dado en el meollo de la cuestión. Me llevo conmigo esa visión de una adoración que no vive solo dentro de la comunidad eclesial sino en todo lugar, con todas las formas y sin someterla a la exclusiva dependencia de las emociones del culto. Adoración es mucho más y mucho más importante que creer que porque nos lo pasamos bien cantando estamos siendo mejores adoradores. Seremos mejores adoradores cuando vivamos un evangelio integral, con el prójimo, hacia Dios, glorificándole por su inmenso amor y poder en toda nuestra vida.

    ResponderEliminar