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· La cultura como comprensión de la salvación

–Conferencia pronunciada en la Iglesia Anglicana de Todos los Santos, Puerto de la Cruz. Junio, 2013–

© 2015 Josep Marc Laporta

INTRODUCCIÓN Por lo general, es corriente y admisible por el cristianismo evangélico suponer que la salvación la fe depositada determinantemente en Dios mediante la aceptación del sacrificio vicario de Jesús es, preferentemente, una experiencia críptica de la espiritualidad humana, donde todo lo que sucede es exclusividad de una transformación estrictamente interna y espiritual respecto a lo divino: un asunto unilateral del alma. Bajo este prisma, la salvación parece ser un reducto de experimentación espiritual ajena al hábitat humano y sus circunstancias históricas, sociales, idiomáticas y culturales. Sin embargo, detrás de una conversión interior hay una cultura que la identifica y la reconoce en el ámbito del conocimiento representativo de un pueblo o comunidad, interpretándola como sujeto ilustrado. Y si bien es cierto que sin correspondencia cultural la salvación no tendría trascendencia social, también es incuestionable que una forzada inculturización religiosa puede difuminar o diluir el alcance espiritual de la salvación.
Históricamente el catolicismo retuvo en sus sacristías la llave que abrió los entresijos sociales y sus afiliaciones populares. Fusionó espiritualidad con cultura hasta el punto de hacer de la cultura, fe; y de la fe, cultura. Similar suceso acontecería con el primitivo protestantismo, aunque con menor incidencia. Sin embargo, la evolución histórica del catolicismo se caracterizó por una profunda y radical cristianización de pueblos y sociedades, muy a menudo mediante la violencia o la imposición psicológica y social. La asociación conceptual entre estado y religión en el que la iglesia romana tomaba el control de todos los ámbitos de la sociedad, impregnó cualquier manifestación espiritual, cultural y folklórica: una amalgama indisoluble. Aún a día de hoy las manifestaciones religiosas católico-romanas son ostentosas representaciones culturales plagadas de contenidos antropológicos y antropomórficos en los que la comprensión de la salvación es una experiencia social de filiación cultural.

LA CULTURA Y LA RELIGIÓN: EXPRESIÓN COMÚN DE LA PERSONALIDAD HUMANA La religión, el folklore, la cultura menor y mayor, la música popular, el arte corriente o las manifestaciones lúdicas de un pueblo son figuras representativas de la identidad humana. La comunidad se expresa mediante convenciones comunes que le son habituales y permanecen en el tiempo en distintos formatos de comunicación. El sociólogo de la religión Peter L. Berger define uno de los rasgos más característicos del hombre como el ‘permanente creador de mundos de sentido’.[1] Esta parece ser la finalidad fundamental de toda la producción cultural humana. En el tránsito ancestral y antropológico de la naturaleza a la cultura, el ser humano contrae una necesidad por la que transciende la animalidad: la necesidad de significado y sentido para el mundo y para él mismo. La cultura y sus manifestaciones cívicas, sociales, populares o comunicativas son factores generadores de sentido, esenciales para la convivencia sociocultural.
La tierra o el territorio, como espacio de convivencia, es el lugar donde se construyen las relaciones colectivas, religiosas y culturales. Las espiritualidades ancestrales reunieron en su espacio geográfico profundas relaciones de identidad colectiva. Lo cultural y lo religioso se expresaba con gran naturalidad mediante fiestas agropecuarias, fechas señaladas o celebraciones místicas. La compaginación entre tierra, cultura y religión era tan estrecha que entre ellas no existía una separación formal. El pueblo era territorio, desarrollo sociocultural y experiencia espiritual. Esta alianza de esencia antropológica hacía comprensible y perceptible una salvación universal y común de sus almas; una salvación delegada mediante ritos.

ASIENTO SOCIOCULTURAL DE LA RELIGIÓN Todas las sociedades, mediante sus sistemas religiosos, han procurado a los hombres un mundo en el cual vivir con sentido, por lo que no es de extrañar que la fe y las distintas experiencias religiosas sean expresiones esencialmente culturales, muchas veces ocupadas por supersticiones, ocultismos o fetichismos. El asiento sociocultural de la religión emerge de la innata aspiración humana de transcendencia y contacto con la deidad, siendo la espiritualidad una suscripción de ámbito antropológicamente cultural.
El catolicismo nace y se desarrolla en medio de una dialéctica entre la cultura refinada de los teólogos y sacerdotes y sus sociedades rebosadas de culturas populares o más marginales, todo ello reunido en una resistente institución eclesiástica.[2] Lo múltiple, lo diverso e incluso lo contrapuesto se integró en una identidad institucional que mediatizó, en forma y contenido, la espiritualidad y comprensión popular de la obra salvífica de Jesús.
La llamada catolicidad expresión universalista del cristianismo romanocentrifugó cultura y fe alentando la especificación de que para ser cristiano era necesario ser católico y, también, ser ciudadano implicaba asumir las doctrinas troncales de la iglesia en una persistente culturización de la fe. Por consiguiente, la salvación fue considerada un valor supremo de universalidad y, consecuentemente, una asunción ausente de subjetividad absolutamente entroncada con la cultura residente.

El protestantismo definió la salvación como una experiencia fundamentalmente personal, más ajena a supuestas e inoportunas injerencias culturales. Amparado en los efectos transformadores de la Reforma con el retorno a las Escrituras,[3] la fe evangélica viró determinantemente hacia las fuentes primitivas. El proceso de acercamiento a un cristianismo estrictamente neotestamentario rompía, en parte, con algunas de las intersecciones con la cultura. La persistencia espiritual e intelectual hacia una renovada lectura bíblica reavivaba una fe espontánea, de primera generación, pero al mismo tiempo rescataba a los creyentes de sus diversas posiciones y dependencias socioculturales, integrándolos en una nueva comunidad, muchas veces apabullada de otras socializaciones y contenidos culturales referenciales. Esta construcción comunitaria, paralela y fraternal, proporcionó en el protestantismo tardío una novedosa forma de subcultura cristiana, con distintas psicologías en las relaciones sociales.
En algunas ramas del cristianismo evangélico la distancia simbólica y práctica ha ido mucho más allá, es más drástica y, en algunos casos, absolutamente radical. La salvación es un asunto tan personal e individualizado que se localiza o alcanza esencialmente entre las paredes de los templos o lugares de culto. Por consiguiente, la fraccionada y atomizada subcultura de muchas comunidades evangélicas dota a la salvación de una separata éticosocial. La bíblica idea de vivir apartados para Dios encarna también un cierto alejamiento cultural respecto a la sociedad conviviente.[4] La salvación personal y personalizada es el punto final a una vida alejada del Salvador y, al mismo tiempo, también significa pasar página respecto a algunas de las anteriores asunciones culturales. En muchas comunidades, creer implica abandonar parte del legado cultural residente.

FUNDAMENTALISMO, SALVACIÓN Y CULTURA Para los defensores de la religiosidad evangélica fundamentalista, lo cultural tiende a ser el folklore del desarrollo humano, un entretenimiento ilustrado de socialización. Desde esta perspectiva, las tradiciones comunes, la cultura menor y mayor, el conocimiento adquirido, generado y transformado, los formatos y códigos de comunicación, expresión y exposición vienen a ser actores secundarios que no debieran importunar el empuje espiritual de la salvación. Por consiguiente y bajo este supuesto, las tradiciones y el legado ancestral tienen como valor un lícito esparcimiento y el controlado desahogo sociocultural de los ciudadanos, sin que ello afecte a la humanización y contextualización de lo espiritual. Y en muchos casos, ciertos aspectos culturales, por ser antagónicos a las directrices divinas, son denominados pecado. Esta circunstancia espolea en exceso el argumento de que el Evangelio, por su carácter universal, trasciende las culturas y los procesos sociales de comprensión, situándose en un plano superior en el que las convenciones sociales son puramente un asunto contingente o circunstancial: una eventualidad a eludir y, a lo máximo, a tener en cuenta, sin permitir que entorpezca en demasía la acción de lo divino.
Muchos de estos razonamientos deprecian en grado sumo la realidad intercomunicativa y socializadora de los pueblos y culturas. Aíslan tanto la realidad cultural que desnudan el Evangelio de su contexto, hasta el punto de que, contradictoriamente, por una parte reconocen el largo proceso de validación e intersección social de Jesús con sus treinta años de convivencia comunitaria en Galilea,[5] mientras que, por otro, ejercen un apostolado de panfleto, de gran proclama y discipulado persuasivo, prescindiendo de la conciliación que ofrece la cultura como eje cívico y natural de comprensión.
Es desde esta perspectiva que podemos observar cómo muchas acciones misionales alrededor del mundo tienden a ver al ser humano fuera de su cultura, como un sujeto objeto, aún y a pesar de destinarles una gran implicación evangélica, solidaria y de cooperación, pero ausentes de una constructiva validación cultural que lo identifique y sustente. En consecuencia, el urgente y prioritario propósito de este tipo de cristianismo es una unilateral y exclusiva salvación meta y fin en si misma, obviando que sin cultura no existe comprensión ni completa asunción de lo espiritual. Y si, al final, la conversión es una experiencia ausente de gran parte de su cordialidad cultural, consecuentemente el cristianismo se convierte en un gheto social, donde se aprenden nuevas formas subculturales, rituales y litúrgicas ajenas a la convivencia común. La gran distancia sociocultural entre iglesia evangélica y sociedad nace de la equívoca concepción de que la cultura es un elemento advenedizo a la fe y que su participación es improcedente y prescindible para una comprensión transformadora del Evangelio y su consecuente salvación.

DETERMINISMO RELIGIOSO E INCULTURIZACIÓN La profundidad espiritual de la salvación se hace incomprensible cuando se aleja de la cultura residente, pero también se contrae y constriñe cuando se folkloriza como un instrumento social de cristianización. La salvación es el suceso medular del cristianismo, por lo que muchas veces para cristianizar individuos se la ha vestido o desvestido del ropaje cultural, según conviniera. Este vestir y desvestir ha acontecido tanto en la iglesia católico-romana como en la protestante y en sus distintas ramificaciones denominacionales.
El catolicismo hace y determina cristianos y otorga el derecho de salvación prácticamente desde la cuna. Junto al bautismo de infantes, la comunión y la confirmación son los ritos de una salvación marcadamente determinista. En estos elementos se observa el interesado soporte de una cultura cristianizada[6] para que el proceso redentor culmine. La salvación, para ser efectiva, precisará de toda una serie de eventos de ámbito convivencial y comunitario en el tiempo. El nacimiento de un niño y su posterior bautizo inician en la comunidad una cadena de relaciones afectivas, comunicativas y socializadoras que fomentan la inculturización. Así mismo sucederá con las sucesivas celebraciones litúrgicas: actos eclesiales estrechamente relacionados con la sociedad y sus peculiaridades culturales.
Por su parte, el protestantismo clásico también ha utilizado parecidos procedimientos, mientras que las modernas ramas evangélicas ciñen la salvación a la estricta decisión personal, con la participación del bautismo de testimonio. Este modelo, más acorde con la disposición neotestamentaria de ‘el que creyere y fuere bautizado será salvo’,[7] establece la salvación como un proceso cumbre y trascendente de la psicología y espiritualidad humana. Esta cima transformadora induce a una cierta desconexión respecto a las inercias sociales y sus contenidos culturales, no solo por la gran singularidad de la experiencia espiritual sino por la abstracción y ensimismamiento de la propia conversión respecto a la cultura residente. Al mismo tiempo, el determinismo religioso y la nueva adhesión comunitaria generará un cierto alejamiento de la realidad social y cultural.
La fuerza social centrípeta que la comunidad evangélica ejerce sobre sus fieles, desnuda de manera gradual y sostenida algunas de las relaciones culturales y cotidianas. Por lo tanto, la salvación, en su recorrido vital, tiene tendencia a transformarse paulatinamente en una expresión de baja cultura, muchas veces ajena a la que le es propia, aunque se produzcan renovaciones, modernizaciones e innovaciones litúrgicas. A pesar de que, como es lógico, lenguajes culturales o códigos de la cultura residente son habituales en las expresiones litúrgicas de las congregaciones evangélicas, sin duda se aprecia una sustancial distancia en lo cultural, no exclusivamente en las expresiones, léxicos o jergas, sino en el alejamiento relacional con la sociedad y cultura que les ampara. Consecuentemente, los sucesivos procesos de salvación de otros individuos quedarán fuertemente adscritos al ámbito social de la propia congregación o actividades denominacionales afines. Habitualmente, este tipo de determinismo religioso encamina el proceso de arrepentimiento a ámbitos estrictamente evangélicos, como campañas masivas, predicaciones en capillas o actividades puntualmente públicas, generando una correlación de acontecimientos subculturales que paulatinamente aislarán la comunidad de la cultura general, que también le es propia.
Este comportamiento del protestantismo evangélico unas veces subcultural y otras acultural, se advierte en la manera cómo enfoca y realiza las distintas actividades propias de la congregación. La imperiosa necesidad de fortalecer los valores espirituales de la comunidad unas veces desde la supervivencia religiosa, otras protegiéndose de la secularización de la sociedad, otras desde la defensa teológica y/o desde el retraimiento dogmático conduce a un aislamiento estructural respecto a la cultura que le es común. La espiritualidad y la salvación evangélica se enzarza en una constante fuerza centrípeta que, a medida que se protege moralmente del exterior, se aísla de la interacción con una cultura que le es absolutamente propia, por servirse de ella y por ser consumista de la misma.

INTERSECCIÓN CULTURAL DEL ALTAR ‘A UN DIOS NO CONOCIDO’ La mentalidad filosófica y mitológica griega tenía como principio aprovisionarse de un sinfín de dioses por si el descuido pudiera ofender a alguna deidad y, asimismo, protegerse y certificar un exitoso viaje al más allá. El geógrafo e historiador Pausanias, en su obra ‘Descripción de Grecia’[8] relata que a lo largo del camino del puerto de Atenas vio altares a dioses con nombre desconocido. Unos quinientos años antes de la época del apóstol Pablo una terrible plaga afectó a la ciudad. El poeta cretense Epiménides[9] tuvo un plan para calmar a todos los dioses. Desde el Areópago soltó por la ladera un rebaño de ovejas blancas y negras a toda la ciudad y colinas colindantes. Donde cada una de ellas se detuviera y reposara cerca de algún altar se la sacrificaría al dios correspondiente. Pero si una oveja se detenía en un paraje donde no había altar ni capilla, ésta se sacrificaría en honor del ‘dios desconocido’, elevándose un nuevo altar.[10]
Mientras esperaba a Silas y Timoteo en Atenas, el apóstol Pablo observó angustiado la gran idolatría y proliferación de altares en la ciudad, comprobando que algunos de ellos estaban dedicados a ‘un dios desconocido’.[11] Según el escritor griego Plutarco,[12] había veinte mil estatuas de dioses en la ciudad, y el escritor romano Petronio[13] afirmó que era más fácil encontrar un dios en Atenas que un hombre. Se decía que la ciudad tenía más ídolos que todo el resto de Grecia. Allí estaba el altar de Euménide (diosa que venga el asesinato) y Hermes (estatua con atributos fálicos). También se encontraba el altar de los doce dioses, el Templo de Ares (o Marte, el dios de la guerra) y el Templo de Apolo Patroos. Seguramente Pablo habría visto la imagen de Neptuno a caballo, el santuario de Baco de cuarenta pies de altura, la estatua de la diosa madre de la ciudad, Atenea, y algunas con la inscripción Agnostos Theos.[14] Junto a los aún no descubiertos, estaban representados todos los tipos de musas y dioses de la mitología griega, por eso no es de extrañar que Pablo se sintiera abrumado por las colosales dimensiones de la idolatría de los atenienses.

No hay duda de que la interacción entre la cultura judía y la griega presentaba una difícil armonización. Pero una extraña similitud podía plantearse: ambas culturas buscaban el surgimiento del individuo. Los griegos, el resurgimiento social y político; Jesús, un renacimiento espiritual, profundo y trascendente. Los griegos planteaban un liberalismo intelectual basado en la filosofía que conduciría hacia la libertad de pensamiento y la autonomía política; Jesús enseñó que ninguna liberación y transformación podría acontecer si el corazón del hombre y la mujer no se acercaba a Dios. 
Sin embargo, el concepto de salvación judeocristiano no estaba contemplado en la mitología y filosofía griega; no era descifrable. La cultura helena pretendía establecer un contacto plural y múltiple con el conocimiento y la divinidad. La filosofía y la metafísica griega se expresaban en una erudita miscelánea del saber, describiendo lo divino mediante diversas conceptualizaciones idolátricas. Es por todo ello que Pablo, buen conocedor de las Escrituras hebreas, prescinde de todo su bagaje escritural y no las cita en su alocución. En sustitución, dialoga y expone desde la ilustración.
El apóstol estableció un puente didáctico entre su propia cultura y la helénica. Usó la poesía griega para vincular la divinidad con el mensaje de salvación;[15] los ídolos para establecer una comparativa discorde entre ética escultórica y proceder espiritual;[16] el universo para concretar el auténtico alcance y dimensiones de la divinidad que anunciaba;[17] los filósofos griegos para implicarlos y concernirlos;[18] la geopolítica para constatar la supremacía de Dios respecto a los periodos de la historia y las fronteras de los pueblos;[19] y el genio, inteligencia e imaginación humana para contrastarla con la omnisciencia y omnipresencia de Dios.[20]
Al final de su discurso, cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros le emplazaron para conversar en otra ocasión.[21] Al salir de la reunión en el Areópago, algunas personas se unieron a Pablo y creyeron, entre ellas Dionisio, miembro del Areópago, una mujer llamada Dámaris y otros más.
El Evangelio no es ajeno a los procesos culturales de los pueblos. Los elementos discursivos de Pablo en el Areópago muestran una alta consideración por la cultura de los atenienses, hasta el punto de respetarla y asumirla en toda su identidad antropológica. En ningún momento separa su argumentario salvífico del vasto saber de una sociedad tan ilustrada como la griega, con sus filósofos, sus escuelas sofísticas, sus grandes pensadores, sus excelentes matemáticos o su interesado politeísmo. Pablo se hace a todos y a todo pueblo y cultura con el propósito de que el mensaje de salvación llegue a ser entendido desde cualquier ángulo, margen o arista social y cultural.[22]

La profundidad espiritual de la salvación se hace incomprensible cuando se aleja de la cultura residente; pero también se contrae y constriñe cuando se folkloriza como un instrumento social de cristianización. La cultura participa en la comprensión global y específica de la salvación desde sus códigos referenciales comunes. Desestimar o ignorar la cultura de un pueblo es despreciar sus procesos históricos e intelectivos de comprensión, su dilatada historia y sus dialectos cognitivos. Instalados en esta displicente y cómoda actitud, el anuncio de la salvación que hay en Cristo fácilmente se convertirá en una arenga escapista ante una sociedad que se le supone nociva y peligrosa. Es confundir entre huir del pecado y huir de la sociedad. Sin embargo, la bíblica proclamación de la salvación no incluye ninguna liberación espiritual respecto a ninguna cultura ni tampoco ningún repliegue socioreligioso ante posibles influencias culturales perversas, sino la liberación de las deudas del pecado y la transformación profunda y permanente que hay en el Salvador. En cualquier caso, implícitamente también fuimos llamados a servir e interaccionar con las culturas y sociedades con todas las implicaciones ilustrativas y contingentes. Y si la obra salvífica de Dios en su Hijo es un supremo acto en el que el Espíritu Santo, mediante la Palabra, es el intermediario que convence de pecado,[23] sea cual sea la nación, pueblo, tribu, idioma o circunstancia social, la cultura es la imprescindible hermenéutica por propia razón de ser y existir: nación, pueblo, tribu, idioma o circunstancia social.
© 2015 Josep Marc Laporta

Ilustración: Altar a un dios desconocido, siglo I antes de Cristo; 
Museo Palatino (Roma)
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[1] P. L. Berger, «Para una teoría sociológica de la religión», 1967, Kairós, Barcelona, p. 50.
[2] Cit. Catolicismo popular y tejido cultural; José Luis González, antropólogo social; Instituto Tecnológico Autónomo de México, pág. 102; 2000.
[3] Movimiento religioso cristiano, iniciado en Alemania en el siglo XVI por Martín Lutero, que llevó a un cisma de la Iglesia católica para dar origen a varias iglesias y organizaciones agrupadas bajo la denominación de protestantismo.
[4] Levítico 20:26; 1ªa Pedro 2:9.
[5] El ministerio de Jesús tuvo como valor predominante una vinculación sociocultural con su tierra y gentes. Los datos lo atestiguan: 30 primeros años de asunción e inmersión sociocultural; tres años de ministerio interaccionando profusamente mediante actividades agropecuarias, sociales, religiosas, culturales o folklóricas; y un conocimiento amplio de las realidades sociales y culturas de su entorno, sobre las que tejió el ministerio al que fue llamado.
[6] Denominada cristiandad, por el efecto cultural expansivo del cristianismo.
[7] Marcos 16:16.
[8] Geógrafo e historiador griego del siglo II que escribió ‘Descripción de Grecia’, importante obra dividida en diez libros dedicados individualmente a diez regiones, que ofrece una información muy detallada sobre los monumentos artísticos y algunas de las leyendas relacionadas con ellos.  
[9] Epiménides de Cnosos (nacido en Creta) fue un filósofo pagano y poeta griego que vivió en el siglo VI a. C.
[10] Historia contada por Diógenes Laercio, historiador griego de filosofía clásica que, según se cree, nació en el siglo III d.C.
[11] Hechos 17:22-34
[12] Mestrio Plutarco (Queronea, c. 46 o 50-Delfos, c. 120) fue un historiador, biógrafo y ensayista griego.
[13] Cayo o Tito Petronio Árbitro, nacido en algún momento entre los años 14 y 27 en Massalia (actual Marsella) y fallecido ca. del año 65 y 66 en Cumas, fue un escritor y político romano que vivió durante el reinado del emperador Nerón.
[14] A menudo los atenienses prestaban juramento ‘en el nombre del dios desconocido’ (Νή τόν Άγνωστον Ne ton Agnoston). Apolodoro, Filóstrato y Pausanias escribieron también sobre ‘el dios desconocido’.
[15] Hechos 17:28
[16] Hechos 17:23, 24 y 29
[17] Hechos 17:24
[18] Hechos 17:24
[19] Hechos 17:26
[20] Hechos 17:29
[21] Para los griegos había un rechazo al cuerpo como algo inservible e innatamente maligno. Por su concepto dualista, creían que todo lo material era malo y todo lo espiritual bueno. El unir el alma al cuerpo era una degradación. Un filósofo griego decía: «La esperanza de la resurrección es la esperanza de los cerdos. Una vez emancipada el alma del cuerpo, jamás volverá a ser encarcelada». Para ellos, solo el espíritu era inmortal y digno de supervivencia. Evidentemente, algunos nuevos creyentes, pese a su trasfondo griego, habían aceptado la verdad sobre la resurrección corporal de Jesús.
[22] 1ª Corintios 9:19-20.
[23] Juan 16:8

3 comentarios:

  1. Samy05:40

    No podemos huir de la cultura porque es nuestra personalidad social. Alguien me dijouna ves que si nuestra esencia biológica es el ADN , nuestra esencia sociológica o nuestro ADN social es la cultura, pues sin ella no existiríamos. Y creo que estaba en lo cierto y explica todo.

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  2. Anónimo17:07

    Pau Grau:
    Esta es una trágica y persistente realidad del evangelicalismo español que juzgo irreversible. Una salvación desencarnada no es salvación ninguna. Las fórmulas de socialización e inculturación en las distintas denominaciones evangélicas, así los códigos subculturales sobre los que se sustentan ya nacen muertas. Solo generan desorientación, adanismo, un fundamentalismo retroalimentado, segregación, aislamiento autocomplaciente y a la postre mucho sufrimiento eclesial y espiritual. No hay códigos válidos sobre los que entenderse e interpretarse; el desencuentro con la cultura circundante es radical; la misión de la iglesia naufraga irremisiblemente. Gracias JML por poner en orden tan fecundas ideas y ayudarnos a descifrar lo que pasa y por qué pasa.

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  3. Julio Quiroga05:34

    Gracias amigo Laporta por esta interesantisima discusión sobre salvación y cultura. Lo he pasado a la facultad para incluirla en los documentos de consulta online. En fechas próximas editaremos un libro interno para la biblioteca en el que incluiremos varios de tus artículos. Desde ya pedimos tu autorización que cursaremos en su momento por carta. Dios te bendiga. Tu hermano en Cristo . Julio Quiroga

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