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· Creyentes de ciencia


© 2015 Josep Marc Laporta


A principios del siglo XX, la ciencia, como dinamizadora de tendencias sociales y creadora de pensamiento social, ni siquiera compartía un minúsculo espacio en el ideario mental y psicológico de los ciudadanos occidentales. Las religiones oficiales, con el catolicismo, el protestantismo y sus derivadas socioespirituales, acaparaban mentes y voluntades. Prácticamente ninguna concepción social escapaba de la preponderante influencia religiosa. Los actos, las actitudes, las formas de trato, los protocolos, las presuposiciones sociales y los costumbrismos se constituían en modelos de comportamiento y pensamiento social ajenos a la reflexión y ponderación científica. La verdad de algo se acostumbraba a considerar cierta, básicamente desde una intensa e inmanente imposición socioreligiosa, muchas veces coactiva. Las comunidades tendían a creer en grupo, de manera coordinada, en una aletargada miscelánea entre cultura, religión y socialización.

En una sociedad prominentemente religiosa, la fe se disponía y ordenaba psicológicamente desde cualquier perímetro y ámbito de poder, fortaleciéndose dentro de las paredes de los templos y lugares de culto. Gran parte de la socialización de la creencia quedaba protegida por la fortaleza de una espiritualidad dominante, que se articulaba resistente dentro de las pautas rituales de las correspondientes parroquias y templos. Por consiguiente, cualquier ilustración científica quedaba matizada desde los poderes religiosos que, asimismo, bebían de las interpretaciones científicas que la Biblia y la tradición de cátedra pudieran ofrecer.

Pero hoy, en pleno siglo XXI, la ciencia es la forma de conocimiento que más influye en la convivencia diaria de las personas, induciendo a nuevas formas de creencia. La paradoja es que esta realidad no era así hace medio siglo, ni hace treinta años ni, paradójicamente, tan solo diez. La velocidad de información y admisión de contenidos científicos de todo tipo, ya sea tecnológicos, informáticos, culturales, médicos, sociales, astronómicos, geográficos o simplemente de estructuración del conocimiento ha invadido el pensamiento social. La implícita asignación de verdad suprema a la ciencia, ha establecido un nuevo marco de comprensión y admisión creyente. La irrefutabilidad que provoca en el ciudadano la inmensidad del conocimiento y el avance científico, refuerza el antiguo axioma de Tomás, el dubitativo discípulo de Jesús: ver para creer.


EL HOMBRE NO FUE A LA LUNA – Una de las concepciones e ideas más populares y recurrentes entre personas de cierta edad allá por los años 70 es que, pese a ser retransmitido mundialmente por televisión y atesorar evidencias, el hombre nunca pisó la luna.[1] Individuos que habían sido educados para profesar una fe invisible, trascendente y sobrenatural, adherida a una sórdida indiferencia científica, no aceptaban creer ni entender que el ser humano pudiera realizar la proeza de viajar hasta nuestro satélite y posarse en él. Es muy probable que en el imaginario popular, la admisión de los anteriores avances científicos de la humanidad quedasen estrechamente circunscritos a una cierta y razonable lógica respecto al progreso humano. El espacio exterior del planeta pertenecía, románticamente, a la unívoca posesión divina. Los cielos y el firmamento eran términos universales en los que el ser humano no debía inmiscuirse ni, en realidad, podría. El pensamiento y las creencias sociales, moldeadas por las religiones a lo largo de los siglos, tenían como subterfugio ético que la ciencia humana caminaría siempre en un lentísimo y parsimonioso proceso hacia su desarrollo, por lo que un rápido y vertiginoso aceleramiento científico desató vacilaciones y perplejidades de creencia.
  Las medianías del siglo XX (50-70) fueron años de grandes transformaciones psicosociales; tiempos en los que se abrirían grandes compuertas de comprensión ilustrada que nunca más se cerrarían, comparables, en parte, a los procesos de la época de la Ilustración. Fueron días en que las sociedades occidentales empezaron a descubrir las inmensas posibilidades que la ciencia les depararía en un inmediato futuro. La férrea dependencia a los postulados religiosos, considerados como los únicos y preferentes hermeneutas de la realidad científica, quedaron diluidos por el ímpetu innovador. El sustancial y sostenido cambio de pensamiento social provocó nuevas confianzas y creencias. La ciencia pasó de ser asumida como una forma adyacente de conocimiento delegado a un valor influyente en la configuración convivencial e imaginaria de la vida diaria de las personas. La arquitectura de la fe, históricamente conjeturada desde la confianza invidente hacia lo divino o sobrenatural, se transformó en constatables comprobaciones y evidencias: un renovado formato social de creencia.


VER PARA CREER O CREER PARA VER – La gran exhibición empírica de datos, argumentos, demostraciones, pruebas, explicaciones, evidencias, cifras, gráficos, fotografías y documentos que la ciencia acostumbra a presentar, parece dejar poco espacio para el desarrollo de una fe invidente. El apabullante argumentario que exhibe la realidad científica del siglo XXI, habilita el crecimiento de un tipo de espiritualidad secular muy consciente de las evidencias ilustrativas. La inicial y convicta creencia en las posibilidades de lo científico y empírico, faculta nuevos paradigmas de comprensión creyente. Las grandes y constatables demostraciones obligan a la rendición intelectual, introduciéndose inconscientemente en el teorema de la validez absoluta y de una nueva conducta de creencia ciega. Si la ciencia, mediante las descomunales evidencias médicas, tecnológicas, informáticas y académicas, inculca en el pensamiento social que todo lo puede y prácticamente nunca se equivoca, esta teoría tan pragmática e irrefutable en realidad establece un nuevo orden sociológico universal: podemos confiar en ella sin necesidad de constantes verificaciones. Y aunque la ciencia no está obligada a tener éxito en cualquier proyecto imaginable y, si progresa, es justamente gracias a sus errores que son más la norma que la excepción, para la sociedad receptora de sus avances, la ingente demostración tecnológica, informática y científica diaria es suficiente prueba para cultivar un nuevo modelo de fe hacia un ente que aparenta que todo lo puede.

Si desde los púlpitos científicos se define, por ejemplo, que la tasa de renovación de las aguas del Mediterráneo, desde que una molécula de agua entra por el estrecho de Gibraltar provinente del océano Atlántico hasta que vuelve a salir del Mediterráneo, es de cien años, este dato se convierte en una verdad suprema por la mera relación sociológica que existe entre nuestra cotidiana comprobación tecnológica y la sentencia científica. Es decir, la verificación desde nuestra pequeña realidad tecnológica diaria, con los sofisticados artefactos informáticos, de comunicación e información, nos induce a creer ciegamente en algo imposible de comprobar por nuestros propios medios como, por ejemplo, que una molécula de agua tarda unos cien años en salir del Mediterráneo desde su entrada del Atlántico. 

Para la ciencia, el axioma más categórico e irrecusable para fomentar una espiritualidad científica es «este es el dato». El dato asume en su propia esencia una verdad incuestionable. Si hay dato hay evidencia material y experimental absolutamente constatable para creer en la ciencia. Desde esta supuesta e incuestionable cátedra se suscita un novedoso mecanismo social de afiliación invidente: el dato es condición para creer no solo en la verdad empírica de la fórmula o regla, sino en la globalidad de la ciencia como valor supremo de verdad.


La fe de antaño, ejercitada en la religiosa y universal admisión de la gran complejidad humana, disponía de pocos argumentos empíricos para la autocomprobación psicoespiritual. Nada más allá de una experiencia psicológica individual, auspiciada por una influyente colectividad religiosa, adquiría validez y vigencia. Creer permitía ver, ya que los mecanismos experimentales de la fe se introducían en la capacidad deductiva, muchas veces desde la sugestión y la autosugestión. Sin embargo, la creencia a la que induce la ciencia acostumbra a partir de la evidencia, demostración y certificación. Es entonces que ver para creer puede llegar a ser un axioma útil para el avance científico, pero vacío de contenido por la propia ausencia de sentido espiritual que es, en definitiva, el alma de la psique humana.

Ver para creer o creer para ver es el dilema que la ciencia parece haber superado y que las sociedades occidentales en su conjunto asumen como desfasado. Ver para creer es el axioma que los grandes avances científicos proclaman, por lo que es obvio que nuestras comunidades han aprendido a creer, básicamente, bajo la evidencia de lo tangible. Este cambio de pensamiento social difiere enormemente de los antiguos modelos de socialización, que proponían creer para ver como acto consustancial de la raza humana. En su esencia, las relaciones familiares y sociales son resultado directo de actitudes de mutua confianza, porque ¿qué mejor cualidad de interrelación social puede existir que creer, confiar o depositar la fe de manera común y participativa? La distancia ética entre el ver para creer que defiende la ciencia y el creer para ver que propugna la espiritualidad clásica es, como afirmaba Agustín de Hipona, un asunto de comprensión cosmológica: ‘creo ut intelligam’, creo para entender. Un proceso inverso a la dependencia tecnológica, que en lo social es un aspecto medular para la formación estructural de las comunidades y sus relaciones. Confiar para entender es el origen psicológico de la sociabilidad humana.


LA CIENCIA CUENTA LA GLORIA DEL HOMBRE – En un lenguaje poético y metafórico y, al mismo tiempo, preciso, la Biblia afirma que ‘los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos’.[2] La gran y sociológica metamorfosis de sociedades precientíficas a hipermodernas radica en una transformación evolutiva respecto al depósito de confianzas. Si en las antiguas comunidades, la veneración de la deidad pasaba por una extasiada y respetuosa fascinación ante las magnitudes naturales y cósmicas, las actuales se caracterizan por una militante seducción y atracción hacia los imparables avances científicos y tecnológicos. La gran ciencia explica y detalla las proezas del ser humano en su lucha por descifrar las inmensidades empíricas que alberga el planeta y el firmamento. Por ello, la percepción social de que el hombre es capaz de resolver los entresijos más ocultos de nuestro planeta y del universo, provoca admiración y sumisión creyente.

Sin embargo, en el intento de resolución del innato y permanente vacío existencial que atenaza al ser humano, las sociedades de la era tecnológica ansían reducir su impacto mediante la obediencia y dependencia ilustrada. Ante el desconocimiento y desamparo existencial, el tratamiento psicológico y sociológico del miedo se resuelve con renovadas adhesiones creyentes. La ciencia, la tecnología o el hiperconocimiento académico e ilustrado generan una nueva espiritualidad laica. La fe en el más allá se convierte en una decidida fe en el más acá. La resolución de conflictos existenciales adquieren un marcado acento tecnológico, glorificando su poderío, y al hombre por encima del Creador del mismo y de su objeto científico. En la hipermodernidad, los dioses han sido eliminados del horizonte humano y la naturaleza es descrita a partir de leyes de carácter universal que la ciencia, a contrarreloj, se esfuerza en comprender y acaparar. Ya no tenemos miedos a los dioses ni tampoco a las locuras de la naturaleza, ya que lo científico logra ir atajando todas las eventualidades que se presentan. Sin embargo, se recolectan otras formas de miedos existenciales.

Hay una serie de temores que persisten y que son consecuencia de la vulnerabilidad humana, que la ciencia no puede controlar.[3] La condición mortal y la insoportable levedad de su ser,[4] el sufrimiento, el deterioramiento, la dependencia, la muerte propia y la de seres queridos, la marginación, la incomprensión, lo y el extraño, la soledad, el exilio, el olvido…,[5] son testimonios existenciales que contradicen la vitalidad y rotundidad científica. No obstante, el perfil sociológico de la hipermodernidad se adhiere fielmente a los constantes descubrimientos de la ciencia, por si en esa creyente dependencia lograra resarcirse de la angustia que le rodea.

Las grandes comunidades de creyentes en la ciencia son escarmentadas sociedades postreligiosas que han cambiado la ancestral mirada a la deidad por el multiforme desarrollo científico y tecnológico. Las virtudes de la ciencia para generar nuevos conversos a su fe radica en la efectividad y verificación del hoy y ahora. Nada puede parecer más factible de creer ciegamente si la inmediatez permite apaciguar la ansiedad existencial del momento con el descubrimiento oportuno, el artilugio adecuado o la aparente seguridad brindada desde los multiformes rostros de la ciencia. Sin embargo, los cielos continuarán describiendo la grandeza de Dios y el firmamento proseguirá con el anuncio de la obra de sus manos. Mientras tanto, la espiritualidad científica persistirá en su titánica lucha por atenazar en sus manos los perímetros empíricos de la grandeza divina.

Los procesos sociales de la hipermodernidad nos presentan una realidad muy confrontada: se multiplican los creyentes en la ciencia, insatisfechos del auxilio espiritual de su propio dios, pero convencidos de la gran esperanza que alberga la humanidad en su destino tecnológico y científico. Este sería el perfil sociológico más preciso para entender cómo una sociedad creyente de ciencia aún sigue buscando a Dios.


© 2015 Josep Marc Laporta


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 [1] El comandante Neil Armstrong fue el primer ser humano que pisó la superficie de la luna el 21 de julio de 1969 a las 2:56 (hora internacional UTC) al sur del Mar de la Tranquilidad (Mare Tranquillitatis), seis horas y media después de haber alunizado. Este hito histórico se retransmitió por televisión a todo el planeta desde las instalaciones del Observatorio Parkes (Australia).
                 [2] Salmo 19:1; Salmo del rey David.                 

[3] El miedo tiene una fisonomía muy distinta a la que tenía en épocas premodernas. El hombre arcaico temía la ira de los dioses mediante catástrofes naturales. Se sentía desprotegido y a la intemperie del universo. No conocía las leyes que rigen la naturaleza ni tampoco tenía herramientas para controlarla ni someterla. Estaba a disposición de la mitificación de las divinidades y de las inclemencias naturales.

  [4]  Milan Kundera; La insoportable levedad del ser. Destino, Barcelona: 1986.
                 [5] El miedo a la muerte conlleva también el culto por la vida sana, la alimentación adecuada y los estilos de vida saludables. En todos ellos la ciencia es un actor principal para lograr una cierta longevidad de vida física.


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