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· Liturgia de las procesiones religiosas


~ Capítulo del libro ‘El mito de la contracultura cristiana’ ~

© 2017 Josep Marc Laporta

1-     Antropología de las procesiones religiosas
2-    La contradicción litúrgica
3-    ¿A la fe por la liturgia?

  

 Por sus apasionadas y exaltadas expresividades, las exposiciones públicas de espiritualidad y compungimiento de la Semana Santa, con sus procesiones, pasos y vía crucis, aparentan ser el gran paradigma de la fe y la virtud. La fuerza de la escenificación simula dar contenido a la fe, de manera que incluso parece que ésta se refuerza en la explícita exposición. Pero, antropológicamente, todo ello básicamente es el culto exterior de una cultura religiosa, la gestualización ideológica de la creencia, a fin de redimir parcialmente las sórdidas contiendas espirituales que persisten en las conciencias.

ANTROPOLOGÍA DE LAS PROCESIONES RELIGIOSAS  


La liturgia de las procesiones religiosas, o la antropología de lo procesional, es un escaparate escénico de cuestiones espirituales que aparentemente pertenecerían a ámbitos privados, pero que la socialización cultural las encamina hacia expresiones públicas de reafirmación. Al igual que una manifestación política o una celebración deportiva, una procesión religiosa es un acto de reivindicación sociocultural que se proyecta hacia afuera en un intento de dominio escénico del espacio urbano y los lugares comunes con pretensiones de visibilización de aquello que entienden que le pertenece culturalmente. Estas expresiones litúrgicas, vestidas de procesiones, transitan y se mueven anunciándose. En este sentido es esencial conocer su trayecto: por dónde van, qué hacen, qué escenifican y muestran de sí mismas, qué música o silencios usan, qué consignas proclaman, qué itinerarios escogen, cómo marcan el territorio o qué contenido público dan a aquello que, en principio, simula ser una convicción muy privada. Es, en definitiva, una liturgia pública.

Sociológicamente, la toma del espacio público es una manipulación de lo común, en su sentido de utilidad o utilitario. Posee una fuerte carga representativa que por su propia exposición implica culturalmente a la sociedad con intenciones persuasivas e impositivas. Al igual que las manifestaciones políticas u otras demostraciones públicas, la toma de la calle por las procesiones religiosas sean católicas como incluso protestantes o evangélicas conlleva una representación e imposición social que no necesariamente define sus dogmas y creencias. Básicamente es una delegación escénica con finalidades declarativas: representarse para marcar simbólicamente el territorio público y común.

Es por ello y por su reiterada exposición anual que las procesiones de Semana Santa no necesariamente guardan una estrecha relación con las convicciones de sus manifestantes. Incluso, en muchos casos, es muy probable que practiquen pero no crean, ocultando otra paradójica realidad: hay quienes creen pero no practican. La repetida concentración en el tiempo y la aparatosidad de la escenificación tiende a dar contenido a aspectos insubstanciales de la experiencia religiosa que en sí no son medulares ni constitutivos, sino adyacentes; como es la pública interpretación e imaginería del dolor y el sufrimiento, la foto fija de una escena bíblica ausente de más explicación, o la directa interpelación a pasiones estéticas altamente conmovedoras, todas ellas representadas en un peculiar culto a la muerte. De esta manera se aprecia cómo esa particular y exclusiva apelación a los sentidos en realidad muestra una gran debilidad narrativa. Exhibir públicamente, emotivamente y ostentosamente una íntima experiencia de fe acostumbra a ser más un ejercicio antropológico de afirmación cultural que una certidumbre espiritual; ya que una fe transmutada a estereotipos socioculturales tiende a vaciarse de muchos de sus contenidos medulares (Lucas 18:9-14).

Las pasiones emotivas provocadas por fastuosas representaciones de relatos religiosos tienden a desdibujar el armazón de la fe que se pretende predicar. En muchos casos, la ilustración supera a la reflexión del alma, precisamente abandonada a la absolutista y elocuente gestualidad. Esto parece suceder con las procesiones de Semana Santa. Exponen con tan suficiente y locuaz realismo que dejan de descifrar la verdad que subyace detrás de lo visible.(1) Y es que en la abundante escenificación no necesariamente coexiste definición ni explicación.

Pero no solo hay procesiones católicas. También las hay evangélicas. Y muchas de ellas son escenificaciones públicas que se presentan en un sincero intento de proclamar la fe que las sustenta, pero que por su forzada gesticulación se convierten en simple panfleto y propaganda. Las manifestaciones evangélicas por las calles, las proclamas tribuneras en espacios públicos o incluso las calcadas y adaptadas teatralizaciones eclesiales de la Pasión y muerte de Jesús, vienen a ser directos alegatos a las emociones, pretendiendo ilustrar e incluso emocionar predicando. Sin embargo potencian la culturalización del cristianismo: una nueva cristiandad de facto. Porque un Evangelio culturalizado es una Buena Nueva desvestida en gran parte de su esencia kerigmática: la relación y vinculación personal que le da vida y contexto. Y el contexto social del Evangelio no es una cultura ni una contienda contra ella. El contexto es el ser humano que habita dentro de su cultura.

LA CONTRADICCIÓN LITÚRGICA


Todo acto social contiene una liturgia que también la define. En lo laico como en lo religioso la liturgia es ineludible, así como en las procesiones de la Pasión de Cristo. Como ejemplo de su sustancialidad, habitualmente la liturgia de una iglesia concreta se expresa tan dispar a otra precisamente porque en ella define sus coordenadas sociológicas y existenciales, más allá de las bíblicas y espirituales. Existe para representarse en una liturgia que al mismo tiempo provocará unas sinergias comunes que serán marco de definición socioreligiosa. Indudablemente en cualquier liturgia hay calor y rescoldo que acogerá al devoto, y una interpretación y sugerencia que inspirará y dará sentido. No hay duda. Pero arropados herméticamente en esa intensa calidez eclesial o procesional es probable que la articulación argumental o teológica de la fe puede llegar a desdibujarse y convertirse en imprecisa, precisamente por la pasión y el fervor del ritual ensalzado. De esta manera los particulares vocabularios resultantes, por su sola enunciación, fácilmente se constituirán en identidades religiosas, establecidas bajo una concepción sociocultural de la supuesta experiencia espiritual común.

La contradicción litúrgica a la que aludo reside en su gran capacidad de construir rituales concéntricos en los que la experiencia sociocultural del ritual prevalece por encima de la experimentación de la fe proclamada. Esta ha sido, precisamente, la muerte clínica y espiritual de muchas congregaciones, que en su tiempo se fortificaron en liturgias concéntricas donde la experiencia sociocultural de la espiritualidad tomó el lugar de la fe ensayada, la que se fortalece en la lid diaria y en la confrontación kerigmática con su entorno sociocultural.

En las procesiones católicas de Semana Santa se observa esa gran contradicción de la liturgia callejera: el ritual como expresión sociocultural de una fe simplemente enardecida o sustitutivamente sujeta a la superstición del propio ritual litúrgico. Esta realidad se reproduce testarudamente en los comportamientos antropológicos de todas las religiones de la historia; incluso en el evangelicalismo. Las flamantes y novedosas liturgias que en su momento parecieron liberarlos de la esclavitud de alguna religiosidad, ahora se descubren como subyugadoras de una fe contenida y socialmente inoperante. Los modelos de procesiones o religiosas manifestaciones urbanas en los que se apuesta por una fe gestualizada en liturgias de plaza pública, muchas veces declinan en secularización por la misma socialización de sus contenidos. Es decir, pretendiendo ser prueba de autenticidad, convierten la fe escenificada en único o prioritario argumento religioso. Jesús combatió decididamente los rituales y las liturgias rebosantes de contenidos socioreligiosos pero ausentes de amor; ese amor que, básicamente, es substancial cuando se comparte en espontáneos compromisos cotidianos de uno a uno.

Extrapolando el concepto inicial bajo algunas insinuaciones de los Evangelios, apreciaremos cómo Jesús no respaldó la idea de las procesiones o peregrinaciones religiosas. Ni tampoco promocionó manifestaciones públicas o comportamientos litúrgicos como esencia kerigmática de su ministerio. Incluso en algunos momentos las eludió categóricamente. La única referencia que encontramos respecto a una procesión de tipo religioso en la que Jesús estuviera implicado es la profetizada entrada triunfal en Jerusalén (Mateo 21:1-11; Marcos. 11:1-11; Lucas. 19:29-44; Juan. 12:12-19), con las palmas ondeando al viento junto al jolgorio de un pueblo que lo aclamaba. Es la única reseña a manifestaciones de fervor sociolitúrgico. Pero como una contradicción escénica del suceso, momentos antes Jesús estuvo llorando sobre Jerusalén, reclamando una paz eterna que estaba encubierta a ojos de sus habitantes (Lucas 19:41).

El riesgo espiritual de la socialización de una fe no seducida ni constituida por una sencilla e implicada relación de amor, conduce a identidades narcisistas sin destino. Es una fe sociocultural, vacía de Gracia. Porque sin fe personal es imposible agradar a Dios y sin individualización de la Cruz no existiría salvación (Juan 3:16; 1ª Juan 3.16). Por lo tanto, la liturgia de las procesiones y manifestaciones mediáticas o públicas fácilmente pueden llegar a ser grandes continentes estancos de fe, abasteciendo nuevas y atrayentes cristiandades, bruñidas de novedosos formatos religiosos sin más trascendencia que la socialización de un cristianismo de escaparate y exhibición. Y es que en el exhibicionismo escenográfico no siempre anida la fe implicada. Ni tampoco en proyectos socializadores a base de espiritualidades teatralizadas. Es en el ejercicio del amor entregado e implicado predicado por Jesús y narrado por Pablo donde desaparecen por su propia inoperancia las procesiones, manifestaciones, escenificaciones, rituales y liturgias socializantes. La regla de oro que Jesús instituyó vacía de sentido cualquier atajo ritual o procesional. Es el insuperable compromiso del amor.

¿A LA FE POR LA LITURGIA?


Existe una máxima antropológica que dice que los sentimientos y las actitudes son consecuencia de las prácticas sociales, no al revés. Y que la fe religiosa nace y crece debido a la asistencia a las correspondientes liturgias. Bajo este planteamiento podríamos llegar a afirmar que las personas no rezan porque creen, sino creen porque rezan. Evidentemente sucede instintivamente y es proclive en un proceso de creencia. Pero desde la antropología se sostiene que la incorporación creyente a una fe determinada emana de la asistencia al acto litúrgico que lo representa, no de la simple y espontánea fe. Es decir, la gente no actúa conforme a sus ideas, sino que las ideas que tiene siempre son consecuencia de lo que le pasa en su caminar por el mundo. Así la fe y la creencia en un dios sería una condición que le viene dada por la sociedad.

En prácticamente todas las culturas ancestrales del planeta se observa esta condición preestablecida del comportamiento humano. En muchos casos se aprende a rezar, invocar o adorar a un dios por el aprendizaje social. El sello cultural mediante sus liturgias sociales o religiosas imprime una determinada mirada que ordena comportamientos y predilecciones religiosas. Y si, además, estas culturas contienen liturgias, procesiones y actos públicos o privados que signifiquen y dignifiquen esa fe, es muy probable que los adeptos sean alistados sin tener conciencia de adscripción o adopción. En este caso, la cultura se convierte en liturgia explicativa de la fe comunitaria.

Sin embargo la Biblia afirma que la fe viene por oír la Palabra de Dios (Romanos 10:17). Por lo tanto, ¿es el oír la Palabra de Dios un suceso litúrgico? ¿Es la experiencia de fe el resultado del marco religioso, social y formal que lo sustenta? Ya he apuntado que la antropología define los comportamientos humanos como resultantes sociales, que provee de contextos adecuados para su aceptación y filiación. Así que nada de lo que sucede en la psicología humana provendría del vacío sino que todo tiene un contexto que prepara o participa en la determinación de los actos. ¿Es esto lo que sucedió en la conversión de Pablo que, aparentemente, nació de la nada o, incluso, de una lucha contraria a la fe aceptada? (Hechos 9:1-19). O ¿es eso lo que aconteció en la conversión del eunuco etíope, cuando el Espíritu Santo organizó el itinerario de un viaje y le dijo a Felipe que se acercara al carro? (Hechos 8:26-39).

Es probable que el nacimiento a la fe cristiana sea la excepción a la regla antropológica, especialmente si tenemos en cuenta cómo distintas conversiones bíblicas suceden desde un apreciable vacío social y litúrgico. Como en los casos de Pedro, de Andrés, de Jacobo o de Juan, la llamada de Jesús es individual, sin ninguna liturgia precedente que prepare o verifique. Como tampoco en Dámaris, Dionisio, Zaqueo o Bartimeo existe una manifiesta predisposición litúrgica. Y aunque la predicación masiva fue parte de las actividades primitivas, y mujeres como Lidia se convirtieron tras escuchar atentamente una predicación de Pablo, lo cierto es que, por lo general, parece existir un cierto vacío litúrgico y procedimental. La explicación se encuentra en la poderosa irrupción convencedora del Espíritu Santo.

A la pregunta de si se puede llegar a la fe por la liturgia, se podría responder que la liturgia, como marco de contextualización bíblica, puede ser un activo que participe positivamente, aunque no necesariamente sea inherente al nacimiento de la fe; sin embargo la Palabra revelada se presenta absolutamente imprescindible (Hebreos 4:12). No obstante, incluso en los ejemplos de las procesiones o manifestaciones religiosas tan colmadas de inadvertidos contenidos litúrgicos, estos podrían llegar a ser un claro estorbo, puesto que muchas veces los rituales, por sus propias sofisticaciones socializadoras, no conducirán a la fe sino al convencimiento y a la habituación cultural. Y aunque cualquier acto de congregación humana por sí mismo contiene liturgia o un modo de proceder ordenado y estético, ritualizar la fe para conferirle atributos espirituales fácilmente puede convertirse en una costumbre social. Y, al final, esa fe podría llegar a ser un modo de cultura religiosa más.

La pregunta que subyace tras estas consideraciones es ¿por qué a los cristianos nos gusta tanto encadenarnos a antiguas o nuevas y flamantes liturgias socializadoras para, sencillamente, compartir una salvación que es tan grande? 


© 2017 Josep Marc Laporta


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   [1] En muchos casos, las cofradías tienden a ser asociaciones religiosas de carácter más cultural que espiritual. Aunque algunas pertenecen a iglesias y parroquias, otras muchas se forman y sustentan asociativamente en los recuerdos del pasado, en la tradición de los ancestros o en resonancias de una infancia en el pueblo de origen. Como ha sucedido en algunos barrios de ciudades de Cataluña que recibieron inmigración del sur de la península, las nuevas cofradías que se han creado en los últimos años lo han hecho movidas por impulsos puramente socioculturales, incluso a espaldas de las parroquias y el cura del barrio. El tradicional asociacionismo de las cofradías en muchos casos ha mutado a un laicismo de simples contenidos religiosos, pero con finalidades populares y antropoculturales, dando lugar a procesiones laicas. La fe y las esencias religiosas han sido substituidas por emociones escenográficas, como si de una obra de teatro se tratara.
        La afirmación étnica es uno de los ingredientes antropológicos que en muchos casos da contenido a las procesiones religiosas. En algunos casos la étnica es una identidad de barrio, de un grupo asociativo que se mueve con intenciones de autoafirmación suburbial dentro de una gran ciudad. En el caso de España, los recuerdos familiares andaluces dan contenido cultural a un acto de representación religiosa en el norte. O, en el caso de una gran ciudad como Nueva York, los inmigrantes o hijos de inmigrantes hispanos, reunidos en grupos de interés cultural, evocan un aspecto fácilmente escenificable de su pasado con la intención de mantener algunas de las referencias culturales que les puedan definir dentro de la integración en la nueva realidad. Y si estas referencias son fácilmente escenificables será mucho mejor para su conciencia de identidad. Sin embargo, ellos, a pesar de llevar años instalados en un barrio de una gran ciudad, seguirán siendo inmigrantes pasivos de una identidad cultural religiosa prestada, proclamando una fidelidad a las raíces y exhibiendo una forma pública de lealtad al lugar de procedencia a costa de unas creencias impropias pero bien escenificadas.



3 comentarios:

  1. Anónimo07:36

    GRACIAS POR LAS NOTIFICACIONES. LAS RECIBO PUNTUALMENTE. EL TEMA DE HOY ES INTERESANTISIMO Y DA QUE HABLAR. LAS PROCESIONES ESTAN MUY ENRAIZADAS EN NUESTRA CULTURA Y PUEBLOS. NO SE SI ALGUN DIA TODA ESTA MULTITUD QUE SALE DETRAS DE UN CRISTO SE DARAN CUENTA QUE SOLO SON TITERES QUE VAN DETRAS DE UN MUERTO QUE NO LES PUEDE DAR VIDA. QUE DIOS LES ABRA LOS OJOS Y EL ENTENDIMIENTO. SUYO EN CRISTO. ANTONIO ESPINOSA.

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  2. genial blog me he venido a pillar ♥ gracias por compartir pues los topics son de mi completo agrado. espero que no te moleste que te siga vale? tanto yo como mis colegas de la gran hermandad blanca te enviamos prosperidad. PAZ ♥

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  3. Muy interesante. Pero existen otro tipo de procesiones sin recursos estéticos, populares, realizadas en silencio, solemnemente, con cánticos religiosos, que se celebran por toda España, en las que participa la mayoría de la comunidad libremente, una imagen de pueblo peregrino en éxodo por el desierto, son una afirmación de la Fe. Lo único discordante en ellas es la teatralidad de políticos que teatralizan el evento.

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